Amanece

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Algunos días —muchos más de los que usted imagina— me levanto de la cama, más por inercia que por voluntad. Voy a la ducha sin haber despertado antes. Cometo el error de desear que esta luz sea sólo una triste parte del sueño. No soy de los que se sientan al borde del colchón a mirar el suelo. Mi forma de odiar es negarme al sol en la ventana; odio al sol y a los vecinos que gritan despidiéndose de sus familias, alargando sus vocecitas chillonas por la escalera.

Algunos lunes —casi todos—, mis sobrinos van odiando también el día. Salen de sus cuartos directo a mojarse el pelo, no saludan, no miran a nadie, traen un puchero en la cara, son remedos de ellos mismos.

Mi hermana se levanta y en tres pasos está fuera, se marcha cual fantasma.

Mi padre se pasea con la toalla alrededor de la cintura, su dorso desnudo es la mejor muestra de que el mundo le importa una mierda. Odia a todos y —a juzgar por cómo lo hace—, le duele contestar a mis saludos.

Mi cuñado asoma sus ridículos pasos que lo llevan hasta el baño con la consciencia de un idiota. Nadie lo ama y no sé si merece que alguien lo odie. Lo siguen sus perros, su infame vida no pide mucho más.

Llegar al trabajo es una situación en la que no me permito sentir, en la que quisiera pasar con ojos cerrados. ¡No sirve un cajero automático! ¡El otro no tiene dinero!  Saludo al gerente y contesta que no se ha llegado a la meta. Mientras juro esforzarme un poco más, preparo mi taza de café. Estoy por arrojársela en la cara, pero me falta valor. Doy media vuelta y voy a mi lugar, me siento en la silla y doy un primer sorbo. Entonces, sólo entonces saludo al mundo:

Sonrío y digo Bienvenido a su banco, señor, ¿cómo puedo ayudarle?