Del silencioso quehacer

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Coincidencias de la vida o, para decirlo más claramente, del jurado de la academia al decidir las películas finalistas en la carrera por el Oscar. Tres de las cintas perfiladas como candidatas a mejor película de 2018 tienen como tema, o sustrato, el de la servidumbre.

         Ya lo hemos comentado, el filme de Alfonso Cuarón rescata la figura de Libo (¿Liboria?), la nana de su infancia. El papel desempeñado por Yalitza Aparicio –lanzada a su estreno actoral sin mayor acondicionamiento profesional–, resultó del todo sorprendente. Empleada en el servicio doméstico familiar, el personaje de Cleo es la nana de los niños, pero también la cocinera, la barrendera, la lavandera, la planchadora, la recamarera, la afanadora y la infaltable institutriz familiar.

         Las otras dos cintas a las que estamos aludiendo (“La guía verde” y “La favorita”) tratan igualmente de las relaciones de apoyo y sujeción que supone toda labor de ese tipo. En la película de Peter Farrelli (“The Green book”) un chofer blanco (Viggo Mortensen) es contratado por el reconocido pianista negro Don Shirley (Mahershala Ali) para que lo acompañe en una larga gira por medio país y le sirva lo mismo de agente de relaciones públicas, guardaespaldas y confidente, de lo que derivará una amistad bastante peculiar. En el caso de la película de Yorgos Lanthimos, la actriz Emma Stone es contratada en la corte real como sirvienta personal de la reina Ana (Olivia Colman), que terminará ligándose afectivamente con la mucama y ejercerá, a ratos, el mando imperial.

         La cuestión surge de un problema de fondo. Las familias bien acumulan bienes (despensas, mobiliario, enseres domésticos, autos, piezas de ornato) y alguien debe encargarse de mantenerlas en orden, disponerlas, limpiarlas y funcionando. Es a lo que se le llama, para fines legislativos, “trabajo doméstico” y del cual nadie se ha salvado. Los desposeídos, por el contrario, casi no requieren de ese desempeño pues no es mucho lo que hay que ordenar. Poca ropa, escasos muebles, ninguna aspiradora. De ahí que esas relaciones de quehacer y subordinación hayan sido por siempre eminentemente femeninas. La patrona que se apalabra con la sirvienta, se decía, como ahora “la empleadora contratante de una servidora doméstica”.

         Por ello es tan interesante, en términos narrativos, ese contexto social. A la sujeción del empleado (“la criada”) habría que explorar los residuos de humillación, esclavitud y sometimiento que se arrastran de siglos, lo mismo que la circunstancia de dominio, opresión y abuso que cabría en la parte de los “señores”. Y en esa relación “hogareña” (pues todo ocurre dentro de casa) es que surge esa otra parte del quehacer silencioso, y que son los secretos compartidos, las complicidades, los afectos implícitos por la proximidad humana.

         No quisiera mencionarlos por su nombre, pero sé de no pocos casos en los que “el señor” de casa termina subyugado por la sirvienta (la enfermera, la nana) y sucumbe a los ardores de Cupido. El tema es suculento, por así decirlo, y de él han derivado innumerables novelas, comedias y enredos televisivos. Las extraordinarias series “Downtown Abee”, lo mismo que aquella denominada “The Nanny” (protagonizada por la simpatiquísima Fran Drescher), por ejemplo, hacen de la relación doméstica una fructífera disección de la condición humana.

         La tesis de fondo de las tres cintas coinciden en lo mismo: la familia es algo más que las relaciones de consanguineidad. El homenaje que hace Cuarón a la Libo de su infancia así lo demuestra. Sirvientas (porque es la definición del diccionario) que en la complicidad silenciosa nos acompañaron en los mejores –y los peores– momentos de la infancia. Eran nuestras nanas, es cierto, pero también nuestras consejeras, nuestras contadoras de leyendas, nuestras abuelas sustitutas. Hay días en que aún nos visitan, y entonces nos acompañan en el silencioso quehacer de los sueños.