Arrebatos
Era un viernes. De camino hacia el trabajo me detuve por un café. Se sentía la mañana fresca, pero se sabía que, en un par de horas, un calor agobiante terminaría por azotarnos. Tomé mi café y seguí. Normalmente observo a mis alrededores mientras manejo, pero, ese día no, no me detuve unos segundos para mirar a quienes iban a sus trabajos, a los niños con sus pesadas mochilas, al perro que se estira a lado de la carretera abriendo su hocico y sacando la lengua, a la bola gigante, amarilla, radiante que se asoma por los montes, no lo hice, pasé de largo. Ese viernes partí desde este cuadro mal colgado en la pared de mi habitación, con marco sin pulir, sin barnizar, hecho al aventón, un recuerdo tal vez, en la fotografía del cuadro hay una mujer de espaldas, y un camino largo, desolado, ese día yo era la mujer, con nada a mi alrededor. Existía la constante de indiferencia hacia todo lo que representara asombro para mí, aunque lo hubiese visto o realizado muchas otras veces.
Recuerdo que hice todo cuanto pude el día anterior, y el anterior y el anterior, para cansarme, para agotar mis fuerzas y no pensar en los reveses irremediables, en los rostros, en los instantes que ya no quiero seguir guardando en mi memoria y repetía una y otra vez mi nombre, para sentirme presente, para plantarme en este espacio viviente, aquí estoy, si estoy, véme. Minutos antes de llegar a mi primer destino, pensé en algo que me inquietaba, algo sombrío, triste, y advertí que andaba cerquita de mí y que no se quería ir por más diligencias que llenara yo para mis días, o por más gente que viera y me sonriera. No hablo de mi sombra más bien de mis arrebatos, pero de los bruscos, de los locos, cosas del pasado que no tienen razón de ser en un presente, pero me inquietaron mucho rato. Son ellos los que ponen pausa a mi razonamiento, los que me tiran al sin sentido, al vacío, los que le da cuerda al pleito, a lo nocivo. Carajos estos, no me tienten, y repetí mi nombre recio, porque en esos momentos difíciles, si no lo hago, me pierdo.
Aquel día, terminó la jornada, se logró, como siempre, sin pensarlo tanto transcurrió como todo lo simple. Y pisando el asfalto de la salida, que como bien ya les decía, el bochorno de la tarde escurría, daba sueño, quemaba el día. Con los ojos cansadones me dirijí a otro lugar, tampoco percibí mí alrededor, no volteé a ver el riachuelo, ni el árbol seco con las ramas tenebrosas que tanto contemplo, y las aves mucho menos, ni pasé a la tienda a platicar con Carolina, nada, nada de eso. Sencillamente no tuve ganas de hacerlo, aunque estuvieron a mi alcance todos esos privilegios. Pasadas algunas horas y después de seguir llenando mi día de actividades para no estar sola conmigo misma, llegó la noche; la más difícil de las partes del día. Me decía cosas para calmarme estás aquí, estás aquí, y me repetía otras frases, otras palabras, a veces funcionaban. Vaya que intenté concentrarme en esos días. Recuerdo haber rezado quien sabe cuántos padres nuestros, si yo ni creo en eso, quien sabe cuántas aves marías porque, hasta eso me las sé de memoria, me encontraba perdida. Es como cuando intentas todos los remedios que tus amigos y tu familia te dicen que funcionan y la verdad es que nada más pierdes tu tiempo. No hay mejor remedio que el tuyo, que el que encuentras buscando, creando experiencias o por mera casualidad, y si no crees en las casualidades y te crees eso de que el universo conspiró para ti y que atraes todo lo que quieres, ándale pues, créelo, ya es cosa de cada quien. No hay secreto ni fórmulas mágicas, no hay consejo que sirva a una mente viviendo en el recuerdo, justificando la forma de ser con el pasado, los arrebatos que algunas veces nos joden la vida, nos dan también la oportunidad de cambiar algo. Espero que no regresen días como aquel viernes. Todo es cosa de ir soltando una risita por aquí y por allá, de desprenderse con más facilidad, de esperar un poquito para volver en sí, paso a pasito.