Asuntos de culpas

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Echar la culpa sobre cualquier suceso a nuestros iguales más próximos es algo muy humano. Lo hacemos continuamente, a veces sin poder evitarlo. Dependiendo de las circunstancias o del contexto, hacerlo es más o menos justo. Y a veces hasta totalmente innecesario. Pero…, ¿qué situación de naturaleza problemática podría, acaso, no ameritar ser explicada recurriendo a un culpable? A primera vista la pregunta parece extraña y casi obvia, pero, ¿acaso nos hemos preguntado si es siempre necesario encontrar un culpable para cada problemática de cualquier naturaleza? O, ¿siempre que culpamos a alguien es a la persona adecuada?

Personalmente, concibo al acto de echar la culpa como una de las manifestaciones más propias de nuestro espíritu, que sale al exterior como si fuese un arma arrojadiza. En privado o en público, viene a ser una de las formas en las que se hace evidente cuánto nos cuesta aceptarnos a nosotros mismos, y qué tan poco forjada está nuestra voluntad para afrontar situaciones que caen perpendicularmente sobre nuestro orgullo. Es, pues, un asunto íntegramente ligado a nuestros propios criterios y convicciones más profundas. 

La relación entre nuestros criterios y convicciones y las reacciones impulsivas de solucionar nuestros problemas echando las culpas es la arista más interesante y profunda de este hecho moral, tan propio de nuestra condición. Por eso mismo, analizar minuciosamente la culpabilidad de las personas es, hoy en día, un asunto más bien de tribunales que filosófico. Me explico: un abordaje que realmente quiera tratar las fibras más sensibles de este problema, por ejemplo, no se preocupa por si una víctima de abuso posee o no culpa de lo que le ha pasado, sino en qué ha gatillado dicho abuso. Y en todo caso, tratar de entender qué cosa tan castrante tiene que estar sucediendo en la subjetividad de quienes piensan que la misma víctima fue la culpable de lo que le ha pasado, por haber incitado o provocado a su abusador.

El caso que me parece más pertinente para tratar este asunto, es aquella suerte de desolación extraña que invade al conservador cuando se entera de que en la actualidad, la tasa de maternidad baja y la de divorcios sube. Algo dentro de él, naturalmente, se siente aplacado: la empresa en la que había puesto tato corazón se viene abajo y se ve terriblemente criticada por la mayoría de las personas. Se siente incomprendido, pero en el epicentro de aquel terremoto moral que experimenta dentro de su ser, acontece un enfrentamiento entre lograr o al menos intentar una comprensión de lo que está pasando y sus ganas más sinceras de culpar a quienes cuestionan la moral tradicional por todos los males que acontecen en la actualidad.

Como es obvio, el resultado de este encontronazo de pulsiones al interior de dicho individuo no suele ser favorable: suele ganar el genio maligno que tiene adentro, para no tardar en deshacerse en una serie de argumentaciones desordenadas e inválidas que atacan a aquello que le molesta de todas las maneras menos de la que realmente corresponde. Ejemplo clarísimo, cuando se censura a una mujer por oponerse a la maternidad e inmediatamente se la tacha de fracasada; o lo que es peor, de no estar cumpliendo con su rol en cuanto mujer. También, cuando se piensa que las mujeres que valientemente declinaron la bendición de ser madres, son una suerte de personas insufribles y amargadas que reniegan terriblemente del mayor regalo que alguien puede tener.

En suma, creo que, a pesar de la humanidad que subyace en el comportamiento de quien busca culpables pasa una delgada línea ante nosotros de la que podemos alejarnos o seguir. Esto, en busca de una comprensión más profunda del individuo ajeno y de las razones que tiene sobre cualquier asunto, y consecuentemente, reducir nuestras toscos y a veces hasta vulgares acercamientos de lo que el otro nos está queriendo decir. Y tal vez, con suerte, no ser recordados por las generaciones venideras como alguien que sencillamente, no le vino en gana escuchar a los demás.