Corazón de alfeñique
En el 2014, el entrañable escritor de la picardía cotidiana, muy querido por todos los toluqueños, Alfonso Sánchez Arteche escribió la calavera que aparece al final del Museo del Alfeñique, aquí en Toluca, Estado de México… cuando Toluca muera, en una noche muy fría, pintará de color su calavera. Se trataba del último texto para mandar a impresión, en un tiempo que parecía torbellino, con trabajos de montaje sin descanso, última revisión de producción, preparativos para el corte de listón y cédulas –esas grandes cartelas de las exposiciones– saliendo de impresión como si fuera pan caliente. Todo estaba cronometrado. La Feria del Alfeñique ya había iniciado, el festival estaría a punto de serlo y su agenda no omitía uno de los dos magnos eventos, la apertura del museo dedicado a la celabración.
En la perspectiva de los años y con la mirada puesta en el recuerdo, mi corazón cataloga al Museo del Alfeñique como la prueba visitable del trabajo en equipo dentro de una administración municipal moderna. Creado en tiempo récord (menos de un año), involucró la suma de voluntades y talentos que tal como sucede con la pasta de azúcar que da origen a las figuras de alfeñique, se transformó en el dulce sabor de la tradición. Cada uno de los participantes, entre gestiones administrativas, trabajos de restauración y museografía, diseño de marca y liderazgo para la coordinación general del proyecto, resultaron ingredientes vitales que si hoy me atreviera a eliminar a alguno, me sería imposible entender la propia historia de los hechos.
Todo comenzó en marzo del 2014, por lo menos para mí, cuando en una noche de los estertores del invierno toluqueño entré a la oficina de mi nuevo jefe, el director del Instituto Municipal de Cultura, Turismo y Arte, el Dr. Pedro Daniel García Muciño. Traía el cabello corto, una libreta en las manos y la cabeza agachada como si estuviera a punto de recibidr un regaño. Me miró y me pidió que quitara esa cara de espanto que no podía disimular. Aún recuerdo sus palabras que hoy, con el permiso del tiempo, me atrevo a citar: vienes de cerrar un museo pero la vida te da la oportunidad de crear uno nuevo para tu ciudad.
Efectivamente, semanas anteriores el sueño del Museo Modelo de Ciencias e Industria se había esfumado como la espuma que se acaba de una buena cerveza. Había aprendido en los manuales de museología a montar exposiciones y transformarlas, pero no recordaba ningún capítulo que me hablara de cerrar para siempre un inmueble así. La vida, ¡vaya que tenía esa asignatura pendiente! Entonces, debía preparar una carpeta ejecutiva para presentar un proyecto museográfico a la Presidencia Municipal, en ese trienio siendo alcalde la Mtra. Martha Hilda González Calderón quien había expresado con anterioridad su deseo de que existiera un museo que rescatara y preservara la tradición de la feria del alfeñique. Mi primer proyecto, bueno en contenido, fatal en diseño: el fondo había sido un rosa mexicano que si bien, no daba presencia estética al documento, después resurgiría como identidad del inmueble. En él se describían las salas, tomando como base una visita a la casa que recién había adquirido el ayuntamiento sobre la calle de Independencia. También se hablaba de robots, una calavera gigante, un ropero musical y unos puestos de alfeñique… ¿les suena familiar a los que han visitado el lugar? Observo el pasado y veo una joven mujer recordando su infancia, de la mano de su madre, caminando religiosamente en los Portales para comprar los dulces de la ofrenda; los intercambios de calavera en la escuela Primaria Gustavo Díaz Ordaz de la Colonia Morelos; y el rostro de los niños sorprendidos al ver el Einstein robot del MUMCI. Somos, en gran parte, el arte que surge de la experiencia de nuestra propia vida.
Por supuesto que existieron batallas en otros frentes, no propiamente los creativos. Mientras descubría cómo funcionaba el programa especializado para hacer planos y poder palpar en papel los requerimientos que me solicitaba el INAH para autorizar el proyecto de restauración interior, el cual corrió a cargo del IMPLAN, un instituto visionario sobre desarrollo urbano dentro de la administración municipal de ese tiempo, la propia dirección del Instituto de Cultura buscaba los fondos y permisos para poder concretar la realidad. Así llegó el mes de junio, una mañana de sábado, donde la Mtra. Martha Hilda visitaría el inmueble para supervisar los trabajos de restauración de la fachada mientras se encontraba detenida la aprobación del proyecto museográfico. Se revisaron detalles, el Dr. Pedro Daniel presentó el proyecto como titular del área que emprendía el proyecto y yo tuve que tragarme mi pánico escénico y dar un recorrido imaginario sobre cómo quedaría. Al finalizar, la Presidenta Municipal me miró a los ojos y me dijo: si prometes que quedará así como lo imaginamos, nosotros nos encargamos del recurso. Aquella dama, era una mujer de palabra.
Toda parecía perfecto, se visitarían las familias artesanas, se revisarían los contenidos, se redactarían los textos, se producirían los robots… una ruta crítica posible en 12 meses, con la salvedad de que todo debía inaugurarse el 01 de noviembre de 2014. Cuando mi jefe me confirmó la fecha sin derecho de réplica, me dio una de las lecciones más certeras de mi vida: hay cosas que o se hacen ahora o después ya no podrán hacerse y tenía toda la razón. Así, en la bitácora de una aventura que muy pocos creyeron, logramos entender la comisión del presente y escribir anécdotas que hoy forman parte de la vida de la ciudad. Por ejmplo, la discusión sobre el color rosa de las paredes del recinto, pues las autoridades del INAH proponían un verde pistache que perdía todo sentido en la cromática del discurso; la inconveniencia visual de las paredes inclinadas y la necesidad que todo estuviera con escuadra medido; el pago del mobiliario que se requería para seguir avanzando en la producción; la lente insustituble del Arq. Pedro Macedo –fallecido por Covid-19 en el 2020– que captó la magia de la mano de los artesanos creando la tradición; la gran cátedra de realidad de Doña Victoria sobre el arduo camino para defender la Feria del Alfeñique y sobre todo, la realidad de las cocinas de los artesanos; la extensa, irrepeteble e invaluable plática en el antiguo Instituto Mexiquense de Cultura con Don Fernando Muñoz Samayoa para hablar de la historia del alfeñique en el país así como los retos de su gestión en Toluca; o esas noches blancas donde sin dormir, se montó un museo en menos de 15 días, trabajando 24/7. Éramos más jóvenes, inexpertos e inmaduros. Pero todo sucede en el tiempo correcto, y las estrellas del cielo toluqueño se alineraron para que aquella inmadurez, rindiera frutos.
El día de la inauguración, aun lo recuerdo con lágrimas contenidas en mis ojos, la calle de Independencia era atravesada por tiras de papel picado que daban la bienvenida en lo alto. Frente a la fachada, colocaron las sillas y el templete para el acto inaugural, en compañía de dos catrines gigantes que serían los centinelas en la entrada del museo. Me encontraba detrás de la venta de la tienda de alfeñiques, pensando que el movimiento de ese papel picado, jugueteando con el viento, como señal de que nuestros seres amados, nuestros recuerdos, también tenían cita aquel día.
Inició el recorrido, sin pánico escénico, el corazón de alfeñique latiendo con velocidad y lo demás fue historia. Esa noche, la Orquesta Filarmónica de Toluca bajo la dirección del Mtro. Gerardo Urbán interpretó el concierto más hermoso de su historia, con cañones que retumbaban la gloria de una tradición triunfante; y a la postre de un año, el Museo del Alfeñique se convirtió en el lugar más visitado de Toluca después del Cosmovitral, registrando 55,000 personas en su primer año de vida –una cifra récord para los museos de su tipo en la ciudad en ese tiempo–. De hecho, en su primer aniversario de vida, se instauró la tradición un tanto polémica de cantar las mañanitas al museo, cambiando el pastel por un pan de muerto.
En alguna ocasión de aquel primer año de vida, cuando pude estar al frente del museo, en una famosa tarde de alfeñique una niña llegó con su mamá al ropero musical y le dijo, mira mamá… este es mi museo. Respiré profundo y guardé aquel momento en mi memoria. La misión se había cumplido… Era cierto… en una noche muy fría, cuando Toluca muera, pintará de color… su calavera.