Cuando el alma no se va del todo

Views: 615

Hay personas que llegan a tu vida sin hacer ruido, como una brisa suave, como esas flores silvestres que brotan sin permiso y sin alarde, pero que llenan de color los rincones más olvidados. Seres que no están en la primera línea de los retratos familiares, pero que, sin ellos, la vida no hubiese tenido el mismo orden, la misma ternura, la misma paz.

Ella fue una de esas presencias. Una mujer sencilla, de esas que la vida forja con dureza, pero también con un fuego sagrado. Había amado, había perdido, había sostenido mundos enteros con sus propias manos. Viuda demasiado joven, con hijos pequeños y la montaña de responsabilidades que no esperan el duelo. Sin pausa, sin permiso. Con la entereza de las que no se dan el lujo de quebrarse. 

No era de hablar con todos sobre lo que le pasaba, pero conmigo sí. Conmigo compartía sus sentires, sus recuerdos, sus batallas cotidianas. Teníamos esa complicidad silenciosa, ese espacio íntimo donde su voz encontraba refugio. Me contaba de su vida, de sus hijos, de sus dolores más profundos. Y yo la escuchaba con el corazón abierto, sabiendo que su confianza era un regalo sagrado.

Estuvo en mi casa. En mi vida. En mis días buenos y en los que no lo fueron tanto. En los momentos en que yo necesitaba una red y ella fue ese sostén silencioso. No sólo ordenaba, no sólo cuidaba: habitaba cada tarea con una devoción que no se puede fingir. Me ayudó a cuidar a mi familia, para que yo pudiera cuidar a otros. Hizo posible que yo trabajara en paz. Que pudiera respirar, confiar, soltar. Fue una presencia contenedora. Discreta. Profunda. Como una madre que entiende sin hablar.

En octubre, la vida le planteó un nuevo desafío. Un cáncer de páncreas, de esos que no dan tregua. Y aún así, la vi seguir siendo fuerte. Con dignidad. Con su forma de resistir sin dramatismo. Como si toda su historia previa la hubiese entrenado para ese momento. Como si supiera, en lo más profundo de su ser, que no somos nada más este cuerpo. Que hay algo más grande que nos acompaña en el tránsito, incluso cuando la carne se debilita.

El domingo por la noche su cuerpo se apagó. Pero no su alma. Hay personas que no se van del todo. Que se quedan en las cosas que tocaron, en las rutinas que habitaron, en los silencios que cuidaron. En las manos que prepararon comida caliente. En las palabras que trajeron calma sin necesidad de sermones. En la mirada compasiva que no juzga. En la manera en que doblaban una sábana, regaban una planta, o daban los buenos días.

Ella está. En cada rincón. En cada recuerdo. En el amor que dio y que sigue multiplicándose, aunque ya no esté.

Me pregunto cómo será el recibimiento de almas como la suya cuando regresan a la Fuente. Y me gusta imaginar que la esperaron con flores y con cantos. Que fue abrazada por aquellos que la amaron antes. Que le mostraron lo valiosa que fue, incluso cuando ella no lo supo. Que le devolvieron con creces todo el amor sembrado.

Sus hijos, su familia, su historia… llevan en sí mismos una semilla que no muere: la de su ejemplo. Porque la grandeza de algunas personas no se mide por lo que dijeron, sino por lo que fueron. Y ella fue amor en acción.

Hoy escribo esta columna con gratitud. Por todo lo que hizo por mí. Por el tiempo compartido. Por la dulzura con la que me cuidó. Por enseñarme –sin  palabras– lo que significa servir con el corazón abierto. Por mostrarme que hay gestos que son sagrados aunque nadie los vea.

Porque aunque el mundo siga girando y las horas sigan su curso, algunas pérdidas dejan un eco que no se apaga. Un eco de amor.

Gracias, mujer sabia y valiente. Gracias por existir. Que tu descanso sea pleno. Que tu alma se eleve ligera y que desde donde estés, sigas abrazando como siempre lo hiciste.

Como dice Un Curso de Milagros:

              … El amor no desaparece nunca. En esto radica la paz de Dios …. Amen

Esto es, en la memoria de mi querida Rosy.

“El amor no desaparece nunca. Nada real puede