EL ABRAZO FINAL

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¿Escenario? la Primera Guerra Mundial.

 El estruendo de la metralla, lejano, el olor a excremento y orina y el aire enrarecido de la pólvora quemada hacían de la trinchera una sucursal del infierno.

A pocos centenares de metros las trincheras vecinas de franceses y alemanes vivían para no morir.

Hablamos del ruido y el aire, pero metidos en esas zanjas y como llovía, el lodo, los lamentos de los heridos y las constantes noches de vigilia tenían en ¡crack! a los sobrevivientes.

Y no era como ahora que aprieto un botoncito y vuela un misil que desaparece una ciudad: era más que nada la lucha cuerpo a cuerpo, los balazos a quemarropa y en último caso, la bayoneta que te expulsa los intestinos o te saca un ojo antes de horadar la frente.

Y solo eran unos metros los que los separaban.

Y esperar, esperar y el ruido de un quejido de una avionetita que lanza granadas o de orinar en un rincón.

Pero se tenía que pelear. Y a veces era preferible salir de la maloliente zanja y a plena luz, pas, pas, cargar tu fusila y disparar y ahí, o das o te dan. Y en último de los casos cuerpo a cuerpo y a bayoneta calada. Y ahí era a vencer o morir.

Cierto. Vivir o morir, porque quedar malherido, con el pie gangrenado o en la sien un hoyito de un balazo por el que dejó salir sangre y antes de morir sale parte de la masa cefálica.  Ese infierno el de morir en vida es peor que morir de ya.

Hermann Vierthaler era del lado alemán –bromista–, jugador de cartas y valiente a carta cabal. Natural de Baviera se impuso a una herida en el muslo y ahí estaba en la trinchera.

Jean Laptou era de Marsella y acostumbrado al mar y al sol cuando se acercaba el invierno, ooh… la muerte. Lo que le alegraba era mirar la foto de su esposa y de sus dos hijas y fumarse un cigarrillo oyendo las historias fantásticas de su amigo Pierre, el más cercano en la trinchera.

Ya comenzaban las avionetas lanzando sus primitivas bombas y también se usaba el gas y el fuego y todo lo que sirviera para matar.

Casi siempre los alemanes contaban con más pertrechos, y el daño era ostensible para los franceses que preferían pelear frente a frente.

Lo anterior hizo pensar al estado mayor francés un asalto sorpresa a las trincheras germanas.

Y se presentó la noche ideal: ligera llovizna que aparecía, sombras en lugar de cuerpos lo que indicaba que los alemanes descansaban tranquilos, y ayudaba el chipi chipi que ocultaba el reptar de los soldados al invadir la trinchera enemiga.

Ahí van, lagartijas humanas acercándose a la zanja germana cuando un imprevisto rayo los descubrió.

Los gritos de alerta, silbatazos, el despertar de golpe… y comenzó el pandemónium.

Estando cerca de la trinchera, literalmente se aventaron los franceses disparando y al estar junto al enemigo vino la lucha a bayoneta calada.

Jean Laptou se aventó de bruces al hoyanco alemán y se encontró de manos a boca con Hermann Vierthaler.

Se vieron a los ojos, de frente increíblemente sin odio como si un rayo de reflexión les preguntara porqué. Fueron sólo unos segundos, en que en los ojos de los contrincantes apareciera algo parecido a las lágrimas.

Y chíngale, se acercó el momento de definir y de que en el inconsciente hubiera odio.  El francés, sin pensar el que fue el primero que lanzó el bayonetazo al estomago. Hermann  reaccionó e igual, el cuchillo que coronaba su fusil se metió cerca del corazón del francés.

Los mugidos de uno y otro se perdían en el borlote que los rodeaba. Ellos sentían el intenso dolor, y se escurrían borbotones de sangre.

Dos jóvenes que pudieron congeniar en París en una clase de alemán, o en Munich recorriendo la ciudad, en este momento agonizaban lentamente y con trabajos mirándose de frente. Ambos, con el último hálito de vida introdujeron las bayonetas hasta la punta del fusil.

Yéndose de la vida se vieron a los llorosos ojos y se fueron muriendo, pero sucedió ahí entre el lodo y los miasmas sutiles que de pronto se juntaron, se unieron como dos amigos que se despiden. Y estando ante la muerte, dos jóvenes se preguntaban tardíamente porque creyeron en la irracional pendejada de la guerra y en el último momento se abrazaron entre la sangre y el lodo.

Al terminar el asalto, ¿Quién iba a reparar en dos muertos que con un apretón de manos ensangrentadas se despidieron de un mundo loco?