El fusil
-¡Este es el último domingo que hay misa! Hijos míos, el gobierno nos persigue, no a mí que soy cualquier mortal, sino a Dios… y de ahí ya eran muchos tristes domingos y muchos infernales rumores los que encendían a ese pueblo, católico como el que más. Y desde ese tiempo se miraba el odio en los ojos de Jesús:
-¡Apá, déjeme salir a pelear, présteme su fusil!..
Y un día y otro la negativa. Con el tibio apoyo de la madre, que veía al gobierno como Satanás.
–No, m’hijo, matar es malo, quién sabe qué malas querencias tendrán el gobierno y los padrecitos. ¿Pa’que meternos? Yo le enseñé a tirar, pero no pa’matar prójimos… piénselo m’hijo.
Pero poco a poco, día a día, el coraje fue encendiendo los corazones: primero cerraron la iglesia y cuando el padre con lágrimas en los ojos les dijo que defendieran su fe y luego alguien vio que muchos, sobre todo muchos jóvenes se juntaron. ¡Vámonos con los Cristeros! ¡Viva Cristo rey! Nada más se oía, ¿Y Cómo controlar a Jesús que desde niño quiso a Dios y a sus padres? Y un día se le plantó el retoño al viejo árbol:
¡Quiero el fusil, a’pá, porque me voy de cristero! Quería mucho a ese rifle, hermoso, cromado, ese fusil americano, que era herencia a su vez y que no había matado nunca a un cristiano. ¿Y quién otro tenía en el pueblo un “Winchester” de repetición con la culata brillante de nueva?
-Piénselo m’hijo…
-¡Démelo apá, que yas’tán todos esperando para irnos!
Y tuvo que sacar el rifle del estuche improvisado.
Este muchacho con rifle o son rifle se va… pensó el viejo.
Ya la vieja le da la bendición, y él, tragándose el corazón que se sale, le dice:
-Ay lo tiene. Se lo doy pa’que se cuide m’hijo, pa’que se cuiden los dos… que Dios lo proteja.
Y regresó a la milpa para esconder las lágrimas que se le salían.
Y así de esto, mmh… ya cuatro semanas, cuatro malditas semanas de vivir nomás porque sí. De primero arrepentirse la vieja por dejarlo ir y después él sentir que todo, ya pa’qué.
Ensilla el caballo y no dice nada a la vieja. ¿Por qué desde ese día tanto rencor contra ella?, si en lugar de silencio y bendición le hubiera dicho: ¡No vaya m’hijo!… no vaya. Pero nada más. Mas pareció siempre que para ella fue mejor que fuera a matar a los contrarios de Dios. Y ora pa’que se arrepiente pues.
Se sorprendió de su agilidad al montar, y picó las espuelas. Ahí va el caballo volando por el camino de tierra que lleva a la carretera: el camino, las milpas, los animales, vuelan ya por el sendero donde lo enseñó a caminar y donde el joven cristero corría de niño como caballo desbocado y cuando venía de la escuela y cortaba el aire para abrazarlo.
Antes de llegar a la carretera, paró el caballo, lo justo para que de un recodo del camino le avisaran lo que ya sabía:
-¡Don Rupe, están los cristeros en el centro! Y él, que se guarda la pregunta que le quema el alma; “¿Y no vieron a Chucho?”.
Picó espuelas y el condenado recuerdo vino otra vez:
Siempre el escuincle en la iglesia hasta como que pintaba para ser padrecito ¿y, hoy cómo estará y estará? a lo mejor más fuerte, más curtido. El caserío pasa como ráfaga.
Va entrando al pueblo y como que todos van al centro. Ya nada más hace trotar el caballo al paso, mientras ve los primeros combatientes desguangüilados. En los pozos de las casas, en las tiendas el centro, pegados a la iglesia hay muchos heridos.
Los pedazos de trapos en la frente, por la sangre parecen puros paliacates. Unos comen algo que les dan, otros despatarrados, fuman.
Muchos desconocidos hay, casi nadie de los que se fueron del pueblo se ven. Y de Jesús, ni su luz.
La vista nerviosa la sigue paseando y hasta allá uno del pueblo, Samuel que en un abrazo no se despega de la ternura de su madre.
“Este puede dar razón”. Se acerca sintiendo envidia de la efusiva pareja. Llega y le pregunta de sopetón: -¿Oye Samuel y Jesús?
-Don Rupe… y pa’que hablo de más… allá que le informe el coronel, el que está allí fumando en el kiosko.
Ya se sabía la pregunta al atravesar la plaza. Pregunta que al hacerla le quema el alma.
-Mi coronel… mi coro-nel… ¿Qué razón me da de… de… Jesús Alanís?.. Uno que es de aquí.
El cigarro colgado en un rostro sin vida, singanas que desguanzan el cuerpo. Bajando los hombros y la mirada perdida en un guiñapo que recibe, la pregunta.
El guerrero no contesta, sólo juega el sombrero con una imagen de Jesucristo. El viejo vuelve a preguntar:
-¿Usté viene al frente del destacamento verdá?… no… nomás, pa’preguntarle por Jesús Alanís.
La pregunta que quema el corazón del padre como que no importó al guerrero en derrota. Con desgano clavó los ojos en el viejo:
-¿Un güero grandote que tenía un fusil nuevo?
-¡Ese! ¡ese mero, coronel, de aquí mijo.
-El guerrero fríamente habló:
-Fue uno de nuestros muertos en la batalla de San Cosme. Lo quemamos con los demás pa’que no apestara, y sólo nos quedamos con el rifle, si lo quiere, con el cabo Jiménez recójalo… está en esa casa.
Y para nomás alegar de dolor, el guerrero miró hacia otro lado, escondiendo rápido el dedo que había señalado.
El viejo gimiendo se quedó con mil interrogantes en la boca y caminando pesadamente fue sintiendo que todo se iba. Se le nublaron los ojos y de pronto un agudo dolor se clavó en el alma, y como que un borbotón de pena quiso salir del pecho.
Como autómata llegó a la casa habilitada como hospital y recamara. Caminó entre heridos, cobijas y caballos mordisqueando algo. Identificó al cabo cuando vio el rifle en manos ajenas.
-¿El cabo Jiménez?
-Yo mero, ¿Qué hay?
-Mire yo soy el padre de Jesús Alanís…
La mirada de compasión, no embona con la palabra:
-Dios quiso… ¿quiere el rifle? Téngalo, aquístá. ¿Ya le dijeron que al güero lo tuvimos que quemar?
El viejo mecánicamente tomó el rifle y sopesándolo dio media vuelta. Sus pies se arrastran como enterrando a un cuerpo que camina por inercia. Anda y el recuerdo no tiene ya razón. Una y otra vez acaricia el fusil, mueve el cargador, pasa las manos por la recámara: no tiene ya ni una bala, ni un balazo para él. Camina y camina hasta el cerro para ponerse a llorar solitario. Llora recostado y se pierde en el tiempo. Se acuerda del regreso cuando ya anochece.
Pasa por el centro de nuevo. No atina como irá a decirle a la vieja que lo único que tenían murió. Que ora ya qué, sin eso.
Arrastrando el dolor pasa por entre gente que cuchichea, fogatas, ollas que burbujean café con alcohol.
Una voz lo detiene.
-¡Oye viejo!, ¡hey tú!…
-¿Ora qué? Guardando el rifle, cólera y dolor, el viejo se apersona y ve al jefe guerrero, que es aquel coronel cristero de en la tarde.
-Necesitamos el fusil de tu hijo… mañana nos vamos y los federales nos quieren dar el tiro de gracia… pueque no esté bien que te lo diga, pero tu hijo no tuvo tiempo de matar a nadie, habías de dejar que éste riflito, se eche cuando menos a un soldado y a lo mejor hasta dos que tres desgraciados.
Un silencio pesado se hace, que deja oír quejidos, crepitar de leños ardiendo y hasta una canción lejana.
El luchador por Cristo, se quedó viendo de frente al viejo, como esperando el buen efecto de sus palabras.
-¿Matar? Con trabajos tartajeó el viejo.
-Pos sí, pero es matar a los que persiguen padrecitos, a los enemigos de Cristo, ¡es matar por Dios!
El viejo tomó con fuerza el rifle.
-¿Qué dices viejo?
-Que, por Dios, que no.
-¡Qué!… ¡entonces hazlo porque mataron a tu hijo!
-¡Menos! Si este rifle mata a un cristiano que también es la razón de un viejo como yo… si mata a otro como el mío… ¡ni aunque sea por Dios!..
Y el viejo se acercó a la gran fogata que lanzaba sus llamas al aire y con furia aventó el rifle, que casi al instante empezó a ponerse al rojo y deshacerse.
Y así, ya libre, como si se hubiera desembarazado de un gran peso, caminó más rápido hacia el lejano hogar, mientras el guerrero pensando en la muerte de mañana, inconscientemente hizo con su mano derecha el signo de la Santa Cruz.