El sentido del “pólemos”
El vocablo griego pólemos ha sido traducido de muchísimas y pocas convenientes maneras. En un sentido general, puede decirse que anuncia guerra, lucha, conflicto y hasta discordia. Sin embargo, su significado se hace infinitamente más profundo si se coloca en la voz de Heráclito: el sabio griego de infinita profundidad que bien se ganó el nombre de El oscuro y que necesitó poco más de un centenar de líneas para cambiar el entendimiento del mundo hasta nuestros días. El mundo, para este genial hombre, era un perpetuo fuego que se encandilaba tanto como se apagaba, y si algo había de esencial en las cosas de la realidad, era que todas venían de la guerra y de la discordia que perpetra al mundo. No de la lucha de contrarios o de clases, ojo, sino del mismo devenir de la realidad. Pues bien, si quisiésemos aterrizar el sentido de dicho concepto en el ámbito de la crítica cultural actual, para ver cómo se siguen desmoronando prejuicios y costumbres del ayer, conviene de sobremanera que hablemos del primer Nietzsche.
Bien entrado el Siglo XIX, todo parecía estar listo para que el mundo intelectual occidental asimilase las altísimas cotas de fecundidad alcanzadas por cada uno de los movimientos que, no mucho tiempo atrás, habían comandado el quehacer del pensamiento. Kant había cerrado su eminente Crítica de la Razón Pura y su Metafísica de las Costumbres. Hegel había puesto el punto final a su apabullantemente profunda y sistemática Fenomenología del Espíritu. Schopenhauer había culminado la mayor aspiración de su vida: sistematizar y entender a cabalidad la condición humana entre la voluntad y el sufrimiento en su El Mundo como Voluntad y Representación. Los pensadores románticos habían alcanzado una profundidad en el entendimiento del alma humana sin precedentes y habían empezado a resquebrajar los pilares de la cada vez más insulsa y endeble moral clásica en occidente.
Y la tradición artística, más concretamente la alemana, por fin había podido desprenderse de la sombra titánica de Beethoven y Mozart, una vez vieron la luz las sinfonías de Johannes Brahms y las óperas de Wagner. La subida del nivel histórico era una realidad absoluta, en palabras de Ortega.
Bajo tan favorable circunstancia para una revolución artística, moral e intelectual, el primer Nietzsche, aquél que no aún no había enfermado de autoimportancia, no dudaría demasiado en aventurarse en lo desconocido, en cerrar con broche de oro su siglo y en dejar al hombre europeo venidero una academia y una moral llena de escombros. Y es que, como le es revelado al profeta el futuro por medio de las voces divinas, al filólogo de Basilea le fue revelado a través del desamparo que le produciría mirar directamente el crepúsculo de los ídolos algo igual de importante: todos los incontables y vertiginosos avances de la humanidad no iban a ser asimilados y usufructuados tal y como se presentaba el espíritu de aquél tiempo que, sabía, era extremadamente fecundo. Había dos caminos: vivir en la esterilidad y el borreguismo intelectual y espiritual de la Alemania de su tiempo bajo la calidez de la ignorancia y la impotencia, o dinamitar el teatro con sus ídolos adentro, para parir el corazón de una generación caracterizada por la independencia de juicio. Tal y como se presentó el Siglo XX, bien puede decirse que se eligió el segundo.
Con el tiempo, el ocaso de los ídolos se hizo una realidad, y sus consecuencias fueron simplemente irrefrenables. Nacían los estudios sobre lo más hondo y lo más censurado de la naturaleza del hombre por parte de Freud y de Jüng. Martin Heidegger y Ortega y Gasset daban nacimiento a las dos escuelas filosóficas más profundas del siglo XX. La tradición francesa tuvo donde apoyar tantísimas sublevaciones furibundas contra su lado más tradicional, y hasta el ámbito musical y el cinematográfico se daba cuenta de que aquella forma de concebir el mundo, de ser dinamita, era, si no quería morir de esterilidad, el camino a tomar a la hora de expresarse. Y es que, aquél tiempo o cualquier otro tiempo –incluyendo el nuestro–, no puede pretender evitar lo terrible del pólemos a través de la conservación y la rigidez moral, sin que éste se vuelva contra él mismo para hacerle pagar tanta insistencia.