Empatía agonizante

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Vivimos tiempos curiosos; la empatía, ese concepto que alguna vez se enseñó en casa, se ha convertido en una leyenda urbana, se habla de ella como se habla del chupacabras: con incredulidad, con burla, con distancia. Y no es que haya desaparecido, es que la hemos domesticado hasta volverla inútil.

Se dice que la empatía es un pegamento social, pero se ha convertido en un simple post-it, mal pegado y capaz de volar al primer soplo del ego. 

Los hijos, por ejemplo, lo reciben absolutamente todo: techo, alimento, educación, afecto, oportunidades, apoyo aún en los errores, pero en lugar de mostrar tantita gratitud, desarrollan una especie de miopía emocional. Son incapaces de ver el esfuerzo, no perciben el sacrificio, no reconocen el amor y llegan al punto de ser agresivos por cualquier tontería. 

Asumen posturar incongruentes, exigen como si el mundo les debiera algo, como si todo ese esfuerzo de los progenitores fuera una obligación; el problema es que cuando no reciben ese apoyo, se frustran como emperadores caprichosos. La empatía hacia sus padres es tan escasa como el interés por tender su cama.

Los padres tampoco se salvan, inscriben a sus hijos en escuelas, pero desconfían de cada decisión institucional; critican sin conocer, exigen sin participar, y cuando algo no les gusta, amenazan con cambiar de colegio como quien cambia de marca de cereal. 

La confianza en los educadores es tan frágil como su compromiso con el proceso formativo; quieren excelencia, pero sin incomodidad; resultados, pero sin esfuerzo; diplomas, pero sin aprendizaje. La empatía hacia las instituciones es un lujo que no están dispuestos a pagar y si algo sale mal siempre será culpa de la institución: jamás del espejo. 

Y luego están los políticos; ¡Ah!, los poetas del poder. Prometieron austeridad con voz temblorosa y mirada de mártir, juraron caminar entre el pueblo, renunciar a privilegios y gobernar con humildad. 

Pero bastó una firma, una curul, una camioneta Volvo, para que olvidaran todo; hoy viajan con escoltas, comen en restaurantes de cinco estrellas, viven en casas de millones de pesos y se rodean de asesores que les enseñan a decir pueblo sin que se les note el desprecio. La empatía hacia quienes los eligieron se diluye entre viáticos y discursos vacíos. Esa austeridad era solo un disfraz para la campaña; ahora se viste de cinismo y se perfuma con el presupuesto público. 

La empatía no se perdió, la abandonamos, la dejamos en pausa mientras nos ocupamos de nosotros mismos. Nos volvimos expertos en exigir comprensión, pero analfabetas en ofrecerla; queremos que nos escuchen, pero no escuchamos; queremos que nos respeten, pero no respetamos; queremos que nos entiendan, pero no entendemos.

Insisto, la empatía no se perdió, la tenemos contenida en un cajón, junto con la gratitud, la coherencia y el sentido común. Como nadie la recuerda, sigue empolvada, irrelevente e incómoda.

Y así seguimos, cada quien en su trinchera, disparando juicios, blindando emociones, y coleccionando razones para no sentir. Porque empatizar incomoda, obliga a mirar al otro, a reconocerlo, a asumir que no somos el centro del universo.

Pero qué incómodo es eso, ¿verdad?

horroreseducativos@hotmail.com