En legítima defensa

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He pensado mucho en si vale la pena escribir esto o no. Tan solo pensarlo me provoca un episodio de ansiedad que no quiero, que no me hace bien. Mis manos comienzan a temblar, mi pecho se acelera. Hiperventilo. Froto mis manos, entonces, recuerdo el dolor de mi mano derecha, el moretón que negrea mi nudillo anular. Lo acaricio, intento tranquilizarme. Pienso. Respiro. Aquí voy, es esta una de mis columnas más íntimas y necesarias. 

Estuve a punto de fracturarme la mano derecha el fin de semana pasado, perdí los estribos y terminé por golpear una pared con todas mis fuerzas. Pasé todo el fin de semana deprimido por el mismo motivo. 

Mi arrebato trae una escena de Las ventajas de ser invisible, a mi cabeza: Charlie (Logan Lerman), quien los últimos meses había estado internado en un psiquiátrico, regresa a la escuela. Tiene que soportar burlas por ese asunto y con mucho trabajo consigue hacerse de amigos, un grupo de inadaptados: una chica cuyos traumas se han convertido en una promiscuidad sexual que señalan todo el tiempo y un chico homosexual que es hostigado incluso por su propia pareja que no se anima a salir del closet. 

Éste último es golpeado en la cafetería de la escuela por bravucones amigos de su novio. Charlie pide que lo dejen, pero cuando la violencia no sede, se frota la cabeza y cierra los ojos. Cuando se retoma la escena, Charlie, con los ojos llorosos, observa como todos lo miran con terror. Se mira los nudillos y éstos están aporreados, hinchados a punto de reventar. Los abusadores de sus amigos, en el suelo, heridos. No sabe qué fue lo que pasó. Cuando vi esa escena por primera no pude evitar el llanto. 

Mi relación con la violencia siempre ha sido tensa. Mi primer encuentro con ella se lo debo a mi padre por las muchas veces que, a la menor provocación, por su estúpida y represiva disciplina, me golpeaba con el cinturón. Mientras trabajábamos en la tienda, bastaba que desaprobara algo que hubiera hecho para saber que al llegar a casa me iría mal. Era martirizante saberlo, horas de angustia. Luego, solo recuerdo la vileza con que descargaba su odio en contra de mí, un niño de 6 años que trabajaba a su lado en una tienda de abarrotes. 

Un niño de seis años no puede hacer nada cuando pasa por eso, es decir, físicamente no puede hacerlo, entonces sólo le queda esperar a que el castigo y el dolor pase pronto. Dicen que el origen de la ansiedad está en los padres punitivos. No tengo pruebas. No obstante, desde entonces la violencia me paraliza. Para mi desgracia, tengo cientos de eventos en la memoria. 

Era nuestro primer año en la ciudad, entonces no estudiaba. Así, era el único de la familia que hacía el turno completo en el negocio: llegar con papá a las 8 y esperar a que mamá cerrara a las 11 de la noche. En una de esas, recuerdo estar bebiendo una botella de refresco mientras miraba la televisión. Una pareja de ebrios llegó. Pidieron una cerveza, pero mamá se negó a vendérselas. La mujer, hija de un ex presidente municipal se volvió loca, comenzó a gritar y amenazar a mi mamá, diciéndole puta, loca, pendeja. Luego sacó una navaja y arrojó pastillas en el piso. Te va a llevar la verga, le dijo. Mi mamá no se achicó. Le hizo frente con un gancho que tenía por ahí. Como aquel sujeto, yo estaba a espaldas de mi madre, con mi refresco en las manos, sin saber que hacer, de pie, petrificado. Tenía apenas 6 años. 

Abundio, el velador del mercado, escuchó el pleito y entró de la nada al negocio y los corrió a los dos. Mamá salió a la calle para ver que se fueran. Yo, seguía ahí de pie, aterrado. 

De ese modo, recuerdo sólo un par de peleas en la primaria, en el mismo mercado en que mis padres trabajaban y otra en la preparatoria. Ambas las gané, pero no es algo que me haga sentir orgulloso. Incluso, mis amigos más íntimos saben perfectamente que evito las peleas porque me provocan episodios de ansiedad feroces que me cuesta mucho contener después. 

Pero la violencia es el caldo de cultivo de este país. Cuando era adolescente y tuve mi primer gran amor, viví de todo. Con apenas 20 años, en un rancio pleito de castas mexicano, recuerdo ir a ver a mi novia en el pueblo vecino, y sólo por ser como era me corrieron a pedradas. Antes, me habían sacado un arma e incluso su propia familia me sugería que era mejor dejarla por la paz, pues la chica más bonita del pueblo debía ser para alguien del pueblo. Tal vez nunca lo dijeron, pero lo sugerían. Cuando por fin la perdí, más allá que el desamor, sentí que había perdido ante una sociedad salvaje, de todos modos, sin entenderlo. Por eso estudié psicología. Por ella. 

El punto de quiebre llegó en el 2017. La noche de año nuevo en que choqué mi auto. Había pasado una noche maravillosa en familia, bebiendo whisky y vino. Pero la ansiedad me hizo buscar fiesta. Salí. Un amigo de la música me invitó a su casa, insistió mucho. La pasamos bien. Pero, con forme la noche se hizo vieja, aquel amigo se fue a dormir. Yo la pasaba bien, cantaba, pero de pronto, como un gato que de la nada se ve en medio de una manada de lobos, noté que todos aquellos amigos de mi anfitrión me miraban con encono. Abiertamente, uno de ellos me dijo: ya vete. Me tomó por sorpresa. No lo entendía, pensé que bromeaba, pero la forma en que hicieron equipo uno detrás de otro, me hizo notar que algo saldría mal si no me iba. 

Me sentía humillado sin motivo alguno. Estaba huyendo, maldecía, los maldecía. Para entonces había bebido tanto que estaba absolutamente ebrio. Además, me había tomado dos pastillas para la infección de muelas que cargaba. Aceleré enfurecido y en eso el alcohol hizo de las suyas. Cuando desperté estaba de narices contra dos taxis. 

A las 11 de la mañana de ese primero de enero lo había perdido todo. Cuando se llevaban mi auto y me frotaba la cabeza para centrarme en mi aciaga realidad, del lado contrario de la cuadra estaba la madre del que hasta entonces había sido mi mejor amigo. Me miraba fijamente. Condescendiente, aprobaba con la cabeza. Casi pudo decir que disfrutaba verme así de arruinado. Nunca supe porque lo había hecho, pero entonces recordé algo que aquel amigo me había dicho: güey, yo te defiendo, les digo que eres buena persona. Yo no lo entendía. Su madre me culpaba a mí de los miles de borracheras de su hijo. Pero entonces yo no tomaba. Lo único que hacía era salir a toda prisa hasta donde estuviera para llevarlo a casa. Esa era mi responsabilidad. A veces, el puritanismo es temerario y sumamente violento. 

Fue mi año de mayor aprendizaje. Comencé a valorarme y saber quién estaría conmigo. Saqué a varias personas de mi vida, me volví otro. Había perdido a el amor de mi vida y sin motivo, todos me odiaban. Fue entonces que me volví hermético y frio. Y cómo será la poesía de la vida, que esa noche llevaba en el regazo el libro de Charles, La senda del perdedor

Todo esto puede significar una paradoja, pues al mismo tiempo que la violencia me conflictúa, me han dicho cientos de veces que parezco ser una persona muy amargada. Lo cierto es que quien me conoce en la intimidad sabe que soy sumamente carismático y divertido. Hago reír a mis amigos todo el tiempo. Pero sí, algo había cambiado. 

La violencia tiene muchas formas, la cuales no alcanzaré a dilucidar aquí por más que lo intente. Pero lo intento. Lo intento usando como ejemplo aquellas veces en que me ha quitado el aliento, que me hace perder la ilusión por la vida. Son tantas las veces en he entrado a la cantina con un libro y la misma persona que me preguntaba: ¿Qué lees?, a la vuelta de la esquina y tragos, por sus propios complejos, me decía: tú te crees muy chingón porque lees mucho. Y sin embargo me rehusaba a responder a la violencia. Prefería cambiar de mesa.

Hago un alto aquí para señalar algo que muchos se resisten a aceptar: existe la discriminación positiva. De la cantina puedo tomar muchos ejemplos: las veces que me agreden por llevar un libro, beber una copa y leer a solas. O aquella vez que aquel cabrón me dijo: ¿eres puto? Entonces usaba el cabello largo y llevaba una camiseta de los Simpson color rosa. Sólo eso, pero cuando eso no le bastó, porque no di tregua, miró mis anillos de calaveras y me dijo: ¿por qué usas eso? Debes ser católico, eso es del mal. Debes ser católico, dijo. Debes. Otra vez, el puritanismo. 

Los años pasaron, de aquellos años conservo a muy poco amigos. Una noche, lo recordaré por siempre porque son pocas las personas que tocan a mi puerta, vino Pupi, un amigo de la prepa. Todos lo amaban por carismático y noble. Entonces yo disfrutaba de mi ostracismo, en cambio Pupi la pasaba mal. Estaba ebrio hasta los codos. Me dijo: te quiero mucho amigo. Bebimos un par más hasta que fue mejor que se fuera para poder con la carretera. Antes de irse, me dijo: quiero que vayas a mi boda. Dijo quiero, pero no sabía si estaba invitado. Acto seguido, me advirtió: es que hay unos de la banda que dicen que desde que escribes te sientes muy chingón. Eso me puso triste. Le di un abrazo a mi amigo y le pedí que manejara con cuidado. Parte de ese encono en la cantina tenía entonces una explicación. 

Aquella noche estaba ahí para beber una cuba como cada sábado luego del trabajo. Me estacioné en la barra y comencé a beber. De la nada se gestó una discusión entre el cantinero y un sujeto que me conocía de la época del mercado en la tienda de mis papás. Siempre me había dicho: yo te conozco, tú decías que mi hijo iba a ser bueno, jugaban juntos, y míralo. Su hijo era una celebridad local del futbol, celebre sobre todo por sus aspavientos. 

La discusión entre el hombre y Don Manuel el cantinero era sobre el gobierno de AMLO, y como don Manuel comparte mi animadversión por el gobierno actual, intentaba que yo interviniera para que yo avalara su argumento. Se lo dije abiertamente: yo no me meto, Don Manuel. Estaban frescas las palabras de mi amigo y creí que era un gesto humilde cuando menos reflexionar sobre eso. Tener mesura un tanto. 

Aquel hombre dijo una tontería y yo me reí. Entonces dijo: el que se ríe se lleva. Acepté mi error y me disculpé. Me saludó. Brindamos. Seguimos, junto con el cantinero, con la discusión. Era una buena charla. De la nada, aquel macho imbécil que me acusó de puto y satánico, se unió a la charla. Para mi sorpresa, estaba también en contra del gobierno de AMLO

Cuando la cantina cerró, era tiempo de irme a casa. Entonces, aquellos tres me hablaron, sobre todo el macho recalcitrante. Me dijo: vente, vamos a beber una más. Lo dudé. Dijo: vente, no mames, jala, lector. Lo hice. Terminamos en una tienda de abarrotes con una botella de Presidente. La tienda estaba llena. A la borrachera se sumaron otros cuatro de botas y sombreros. La charla sobre AMLO volvió a nacer, entonces aquel sujeto papá de la celebridad del futbol olvidó la tregua y abiertamente, frente a los demás desconocidos, dijo: este cabrón se cree muy chingón porque lee; en la cantina no me dejó hablar. El macho lo mandó a callar, pero acto seguido, se puso de su lado sólo por su edad a la que él mismo aludió. Los rancheros de botas hicieron de las suyas también defendiendo al presidente. Yo hice lo mejor que sabía, usar las palabras, pero de la nada, comenzaron a gritar. A amenazar con golpear a quien estuviera en desacuerdo con el viejito. Luego se rieron, era ese tipo de violencia entre hombres que es nauseabunda y estúpida. El tendero, dentro de su pretensión, pidió que me respetaran porque yo escribía. Le dije que eso no tenía que ver, yo nunca pedía ese tipo de cosas. Dije eso y algo más para hacer notar que esas no eran mis palabras ni mi actitud. Quería, si ellos querían, discutir algunos puntos. Todo fue inútil. Calaron sus armas en las fundas, alegando que ellos no se andaban con mamadas. Estaba bastante curado ante la imbecilidad entonces, seguro de no ceder ante la estupidez y en un arranque de coraje, les dije: pero sáquenlas pues, pónganlas sobre la mesa como si se midieran el miembro. Lo hicieron. Me quedé callado, bebí otra cuba. Con quienes iba, se fueron. 

Las risas seguían. Las charlas menguaron. De pronto, en un acto de torpeza, no fue más que eso, a uno de ellos se le salió un tiro. Todos estaban sorprendidos, algo paniqueados. El tendero preguntó: ¿están todos bien? Dijeron que , pero alguien lo notó. Dijo: ih, le dieron al escritor. Lo había dicho en tono de mofa. Se burlaban de mí por ser lo que era cuando yo no lo había dicho. Me miré el brazo: ardía. Ellos se reían. No dije nada. Salí a orinar, entones noté que el brazo me sangraba profusamente. Volví a casa y fue mi hermana la que me curó la herida. La bala había entrado por abajo, estuvo cerca de mi cabeza. Recordaba sus palabras, sus risas, sus amenazas veladas. Me solté a llorar de coraje e impotencia. 

La noche en que regresé para aclarar el asunto con el tendero, me dijo: es que eso no se hace joven, no los provoque de ese modo. Aún hoy me consterna la forma en que todos están decididos a ceder ante la imbecilidad, ante el que grita e impone su voluntad solo por hacer gala de la violencia. Eso me hizo perder el ánimo, aún así, me bebí una cerveza. Cuando lo hacía, apareció un idiota de la música local. En su borrachera intentó besar a una mujer guapa que apareció por ahí. Cuando la mujer lo exhibió, se hizo el borracho. Comenzó a decir estupideces. Al verme, se fue directo a mí y me dijo: tú qué, buey. Te sientes muy chingón, que lo sabes todo. La mandé al diablo. Hablaba de estas columnas, siempre les daba like y las comentaba. Su amigo se lo llevó. Se disculpó conmigo. Otra vez deprimido. Culpable. 

Tardé casi un año en regresar por ahí. Pero con el tiempo se me hizo hábito. El habito de la enfermedad que hace unos meses me hizo beber desproporcionadamente. 

Aquella noche regresaba de tocar, llevaba la guitarra a cuestas. La pasábamos bien, todos me preguntaban cómo era que había estado la noche en que leí poesía con el Mastuerzo. Dije que bien. Bebíamos. Llegaron algunos compas y me invitaron una cerveza. Junto a mí estaba un chico de la comunidad que hacía migas con un chico que tal vez estaba por salir del closet. Ellos tienen olfato. Antes, el mismo sujeto intentó algo conmigo rozando su espalda con la mía. Tomé el asunto con simpatía, el chico estaba tiernamente ebrio. Tiernamente porque dejaba salir toda su homosexualidad notando que nadie ahí lo agredía. Entonces, un descolocado apareció, y al verlo, de la nada, le dijo: con los niños no. Ese argumento imbécil que pretende defender los derechos de otros para enmascarar su homofobia. Al chico gay se le fueron los ánimos del cuerpo. Su conquista se escabulló ante el pleito latente. El chico gay agachó los hombros. Ver que se sentía apabullado me provocó pena, tristeza. El descolocado volvió a decirle: con los niños no. Le di un trago a mi cerveza y le dije: déjalo en paz. Se volvió para verme. Dijo: ¿qué? Dije: suéltalo, no te está haciendo nada. Volvió a decir, indignado: sabes que se meten con niños, güey. Meneé la cabeza, le dije: esas son pendejadas, no quieras disfrazar tu homofobia. Y cómo confiaré en las palabras, que dije: eso es un argumento torpe, esta comprobado por la ciencia. Siempre trato que las palabras sean el medio de los desacuerdos. Pero el dijo: chinga tu madre. Hubiera dejado que todo pasara una vez más, pero de pronto se me acercó y me dijo de frente: ¿qué? Muy pinche trovadorcito, muy pinche poetita. Estaba entonces harto en los años de ser señalado por algo tan ridículamente tercermundista. Por sus propios complejos. Por la imbecilidad. Le dije: soy lo que tú quieras, hijo de tu puta madre. Entonces me empujó. Toda la ira contenida y mi desconsuelo, estuvo en mis manos. De un empujón lo alejé de mí, le di una patada que lo hizo pujar en lo que nos agarraban a los dos. Logré zafarme y le tiré un puñetazo que no conectó porque alguien se lo llevó de un jalón. Estaba decidido a no ceder más ante los idiotas de esa clase, y cuando le dije que saliéramos para terminar con el pleito, tomó una caguama para darme con ella. Cuando los otros camaradas lo vieron, se lo echaron en cara. Ya no salí, volví en mí y le dije: eres un cobarde. Imbécil y cobarde

El portal se abrió. 

Aquel imbécil me odiaba porque había leído una serie de poemas que entonces me eran necesarios para comenzar a sanar de estos meses tan dolorosos. Eso fue suficiente para odiarme. Y me sentía como un niño en un pleito de adultos, como un niño que es golpeado y que hasta su edad adulta había creído que así debían ser las cosas. 

Al mismo tiempo que la paranoia luego de ese pleito me hacían creer que ese mismo imbécil regresaría par volarme la cabeza con un revolver, sentía que por fin había roto ese patrón en que es cierta la consigna de que hay que ser intolerante con la intolerancia, ante la imbecilidad. 

Me hela el cuerpo notar que la violencia puede estar presente dentro de una universidad, como lo conté en mi columna anterior, cuando alguien por el simple hecho de pensar distinto a ti, arma calumniar. Eso es deprimente, pero debes, por que ese es el principio de la civilidad, ponderar el dialogo, las letras, incluso de desahogo, como esto, ante la violencia arcaica. Puedo incluso soportar que un buen amigo en su delirio me abofeteé, porque eso siento, tener la templanza de un tonto grandulón que no se defiende, como Ferdinand, a costa del cariño. Pero no, no estaba ya dispuesto, sin notarlo, a dejar que el imbécil gobierne, pues, una vez más, en ese ciclo que siempre se cierra, la violencia social, las represiones, la salvaje sociedad me habían quitado algo valioso, varias cosas valiosas, vivencias tortuosas de las que aún ahora, me repongo. 

Una semana atrás, mi gran amigo, Paco, me dijo: vente a beber unos tragos. Estaba reunido con otros amigos. Yo estaba en la cantina, esperando a que una María me dijera: he llegado, ven por mí. Cuando la dejé a salvo en su casa, me fui por ellos y los alcoholes de la noche de sábado. Pasaban el partido del Cruz Azul, cuando escuché un murmulló dirigido a mí: no sé porque este cabrón me cae tan mal. Yo lo sabía. Ya lo había entendido a través de los años y las memorias. Aquel se sentó en la mesa, es una persona con entrenamiento militar. Volvió a atacarme con lo más precioso que la vida me ha dado: palabras. Entonces me puse de pie, le dije: suéltame, cabrón. No te tengo miedo. Tal vez él creía que eso pasaría. Tanto Paco como los otros, no dejaron que las cosas se salieran de control. 

Los ciclos se cumplen, y siempre hay esperanza. Pasé una mañana de sábado genial, uno de los grupos en que aquella adolescencia rebelde con los que había quedado mal solo por ser estricto y tener rigor, me fue asignado de nuevo hace cuatro meses. Con puro trabajo y honestidad llevamos a buen puerto un proyecto que la tarde de ese mismo sábado nos tenía en tregua, bebiendo unos tragos y comiendo unas rebanadas de pizza, porque nos habían felicitado en la universidad. 

Paco me mandó mensaje esa tarde: vamos por unos tragos. Dije que de inmediato. Pasó por mí a la cantina. Luego de unas vueltas en su carro, me dijo: vamos con aquellos cabrones. Le dije: no quiero ir ahí, no quiero ver a ese personaje. Lo entendió primero, pero más tarde, ahí estábamos estacionados al regazo de su negocio. Me había dicho: no está, y si está, yo te hago el paro. O algo así. Aquel hombre —me reservo los adjetivos aquí porque hay personas involucradas que merecen mi respeto hacia él—, estaba ahí. Saludó a mi amigo. Me vio dentro del auto y dijo: ¿no se va a bajar tu novia? Volví a helarme. ¿Cómo era eso posible? Paco volvió por la guitarra al auto y me dijo: vente, carnal. Lo escuché cantar. Era una noche ideal para cantar con la guitarra, pero no quería arruinar nada, así que bajé del auto, tomé mi botella y me fui a casa. 

Estaba solo en casa en el comedor, con el sabor del vodka de la mañana. Las risas. Una botella de Whisky y un trago servido que no había podido terminar con mi amigo. Tenía ganas de decirle salud, de cantar con él y pasarla bien, terminar como siempre, borracho y contento. Pero no era el caso, había tenido que huir, renunciar a esa fiesta. De pronto, a solas, dije: no, no merezco esto. Yo no hice nada. Le di un trago a mi cuba y me puse de pie. Comencé a caminar vehementemente. Maldecía mientras regresaba al lugar. 

Como en aquel otro pleito que no llegó a los golpes en la preparatoria, volví a ser Charle en la escena de la película. 

Recuerdo vagamente lo que hice: Sin terciar palabras, entré al lugar. Paco me dijo algo, pero en el acto, tiré de su silla al sujeto en cuestión. Cuando estaba en el auto, antes de irme, al escuchar la broma homosexual, su hermano le había dicho: es que ya vas a empezar otra vez con él; cálmate. Recordé eso de camino, pero estaba furioso. Cuando se puso de pie, en lugar de volcar todo mi odio en su contra, me vulneré, dije: no te he hecho nada, no le haga nada nadie, cabrón, pero si eso quieres, vamos a partirnos la madre. No te tengo miedo. Salte. Paco me detuvo en la calle. Hicieron lo mismo con él. Dijo: vente, cabrón. Lo hice, pero otra vez Paco me detuvo. A él se lo llevaron dentro. Yo comenzaba a sentirme mal. Entonces, golpeé la pared con todas mis fuerzas. Grité, la voz se me quebraba. Me sentía patético y furioso. Dije groserías, pero, sobre todo, dije: no está chido, no le he hecho nada. Y cuando estuve más calmado, fui con su hermano y le pedí una disculpa. Lo entendió. Es un buen sujeto. 

Paco me sacó de ahí en su carro. Bebimos algunos tragos más. Volví a hacer eso que hice cuando estaba en crisis unos meses atrás, tratar, como ahora, de explicar qué era lo que sentía, rescatarme de mi propia muerte mental. Cuando no pude más con el alcohol, me llevó a casa. A la mañana siguiente, lo primero que sentía, por encima de la cruda, fue el dolor de nudillos. Apenas podía mover la mano. Salí a hacer mi super por la tarde, absolutamente deprimido. 

Tuve que beber unos Whiskys para escribir esto, pero pronto tendré que dejar de hacerlo. Una vez más, tengo clases temprano. Ahí, en ese ostracismo que construye algo de mi pena actual. Casi cerré del mismo modo mi columna anterior. Aquella otra violencia que me dejó solo para siempre, la novela que solo me importa a mí. Esto podría ser otro testimonio, como el poema que le escribí a ellas, donde quiera que estén. Fumo, bebo, y no me siento mejor. No me siento orgulloso de lo que hice, de llegar a ese punto. No puedo más que sentirme triste.