Hipocrecía parental

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De nueva cuenta, la realidad supera a la ficción; lo acontecido el pasado fin de semana en la colonia Polanco de la Ciudad de México, cuando un menor de 13 años de edad, tras una discusión con su madre, decide tomar un arma de fuego y sin contemplación alguna, dispararle en la cara; evidencia la podredumbre social que vivimos. No conforme con ello, golpea violentamente a su hermano de 11 años, quien trató de defenderla.

Tras las primeras investigaciones, vecinos del lugar relatan que ese niño siempre se mostraba como un malcriado, que era irreverente, y que los padres nunca le corregían a pesar de sus conductas incongruentes.

Tenemos que ser duros en el juicio, ¿Por qué no tomar al toro por los cuernos?, ¿por qué no establecer límites a tiempo?, ¿Por qué disfrazar la omisión de libertad?

Como podemos ver, las consecuencias pueden ser catastróficas, pero seguimos sin entender que la disciplina, en el mejor de los sentidos, es la ruta para la construcción de buenos seres humanos, y por tanto, de mejores sociedades.

Hay padres que no crían: actúan. Ensayan sonrisas para las fotos escolares, redactan discursos de amor incondicional en redes sociales y se pavonean en reuniones como si la sola presunción de lo que no existe les diese autoridad moral. Pero detrás del telón, en la trastienda de sus hogares, se arrastran en la inacción, se ahogan en el ocio y se irritan con los hijos que dicen amar. No educan; posan y no acompañan; supervisan desde la comodidad de su omisión.

Estos padres de utilería no son excepciones; son legión, se indignan cuando se les confronta, se victimizan cuando se les exige y se ofenden cuando sus hijos, con la lucidez que da el abandono, les devuelven el espejo. 

Son los que gritan ¡todo lo hago por ellos!, mientras no hacen nada; los que exigen respeto sin haber sembrado presencia; los que se sienten héroes por pagar una colegiatura, pero no se detienen a preguntar cómo va el alma de su hijo.

Los que presumen estar al pendiente, pero no fueron capaces de completar un triste trámite porque no pusieron atención; los que en público se llenan de expresiones amorosas cuando tienen a sus retoños en la línea telefónica, pero en la realidad les llenan de desprecio y omisión.

La paternidad no se mide en fotos familiares ni en frases huecas de Facebook, se mide en la presencia incómoda, en los límites coherentes, en tiempo real y no en likes. Pero eso exige esfuerzo, y el esfuerzo no cabe en el guion de quienes nada más quieren parecer, nunca ser.

Más grave aún: muchos de estos padres se enfurecen cuando sus hijos muestran autonomía, pensamiento crítico o dolor; les molesta que el hijo no sea un reflejo dócil de su narrativa y que acabe por exhibir sus mentiras; porque eso los delata y les arruina la escenografía.

La sociedad aplaude a estos farsantes porque también está entrenada para premiar la apariencia. Pero los hijos no, los hijos, tarde o temprano, aprenden a distinguir entre el amor que se vive y el amor que se actúa. Y cuando lo hacen, ya no hay teatro que los convenza y entonces pueden ser capaces de todo: mentir, robar, fingir o incluso dispararle a su propia madre.

¡Basta de hipocrecías parentales!

horroreseducativos@hotmail.com