LA MANCHA DELATORA
Veinte empleados del servicio postal de un aeropuerto se dedicaban a una actividad para ellos muy lucrativa. Sustraían, de los bultos de correspondencia que llegaban en los aviones, dinero en efectivo y diferentes objetos de valor.
Creyendo haber hallado un tesoro inagotable, siguieron esa práctica, sin ser detectados, durante mucho tiempo.
Se sabía que había cosas que se estaban perdiendo, pero no se sabía de qué manera. ¿Cómo descubrir a los ladrones? Alguien entonces tuvo una excelente idea.
Regar sobre algunos sobres y paquetes nitrato de plata, ponerlos en los bultos de correspondencia y enviar esa correspondencia al aeropuerto donde se efectuaban los robos. El nitrato de plata es una sustancia química que mancha los dedos. Y así se hizo.
Los veinte hombres, como si nada, continuaron con su actividad ilícita. De pronto, notaron las manchas en los dedos. Manchas marrones, intensas, que no salían ni con agua ni jabón, ni con ninguna otra cosa.
Esa era la prueba que los inspectores esperaban. Las manchas descubrieron a todos y cada uno de los delincuentes. El delito mismo que cometían había dejado, en sus dedos, las manchas delatoras. No había forma de que pudieran negar su fechoría, y todos fueron procesados.
Esta es una historia popular que nos enseña algo muy importante que quiero compartirles en esta ocasión. Hay una ley indefectible que nadie puede burlar. Es la ley que declara que el hacer el mal siempre deja manchas.
No siempre serán manchas de nitrato de plata, o de polvo de carbón, o de tinta indeleble; pero la mentira, la corrupción, lo deshonesto, va manchando el carácter, la conciencia y el corazón de las personas y así como lo hace el nitrato de plata, deja también su mancha delatora en la vida de todo el que infringe las leyes morales y olvida hacer el bien.
En el 2015, un policía bancario mexicano de nombre Sergio Ángel Soriano Buendía, realizaba sus labores de vigilancia en el estacionamiento de una tienda de la Ciudad de México. En cierto momento, se percató de un bolso tirado en el piso y al revisarlo, descubrió que el bolso llevaba dinero en efectivo, por un total de 42 mil pesos, sin pensarlo dos veces, el oficial Sergio, devolvió la bolsa al personal de la tienda que tenía más cerca y este a su vez localizo a la dueña del bolso.
El acto de honestidad de este hombre fue reconocido por la Secretaría de Seguridad Pública y por supuesto, por la dueña del bolso y su familia.
Me llama la atención, la respuesta del oficial cuando se le pregunto la razón por la que entrego el bolso con el dinero: “Únicamente cumplí con mi deber”, dijo; pero lo que realmente le impulsó a devolver el dinero, fue la educación que recibió en casa. Los valores sembrados en su corazón.
El oficial Sergio expreso: “Todo viene desde la casa, fue mi madre, quien me inculcó principios morales muy elevados.”
Efectivamente, los valores y principios que recibimos en casa son los que nos forman como individuos, y son también los que nos permiten tomar las decisiones correctas cuando es debido.
Alexander Pope decía: “Un hombre honesto, es el trabajo más noble de Dios”
Yo, me quedo con esto: Un hombre honesto, es un tesoro invaluable, es uno que es capaz de defender sus actos con su propia vida si es necesario.
La congruencia de nuestra vida es la que nos define como personas, es decir; que nuestros pensamientos, no peleen con nuestras acciones.
Que nuestras acciones, hablen más que nuestras palabras, que los hechos de nuestra vida sean visibles y siempre expuestos a la luz.
La honestidad es incuestionable. Actuamos con determinación, sujetos a ella o no, es así de simple.
Cuando alguien miente, roba, engaña o hace trampa, su espíritu entra en conflicto, la paz interior desaparece y esto es algo que los demás perciben porque no es fácil de ocultar.
Cuando un ser humano es honesto se comporta de manera transparente con sus semejantes; es decir, no oculta nada, y eso le da tranquilidad.
Cuando se está entre personas honestas cualquier proyecto se puede realizar. Ser honesto exige coraje para decir siempre la verdad y obrar en forma recta y clara.
Jeremías el profeta decía, enseñando al pueblo de Israel: “Pero ustedes deben hacer lo siguiente: digan la verdad unos a otros. En sus tribunales, pronuncien veredictos que sean justos y que conduzcan a la paz. No tramen el mal unos contra otros. Dejen de amar el decir mentiras y jurar que son verdad.”
Primero: Digan la verdad unos a otros. La mentira es una forma de deshonestidad, la honestidad te hace vivir en la verdad, te permite andar en camino de bien.
Segundo: En sus tribunales, pronuncien veredictos que sean justos y que conduzcan a la paz. La conducta deshonesta, siempre será reprochable sin importar cuánta gente la practique. La justicia sigue siendo justicia a pesar de nuestros errores o actos de injusticia.
Tercero: No tramen el mal unos contra otros. Dejen de amar el decir mentiras y jurar que son verdad. El engaño siempre es mal intencionado, doloso y destructivo, es necesario alejarnos de tales prácticas, sobre todo porque, el mal siempre actúa de ida y vuelta.
El antivalor de la honestidad es la deshonestidad y en su forma más actual, para que nos quede claro de una vez, se llama corrupción.
Desgraciadamente, no basta con señalar a los corruptos o quienes creen que lo son, si no cuidamos ser congruentes con nuestra forma de vivir, entonces, nos volvemos parte de la misma corrupción.
No podemos culpar solo a unos cuantos por el mal que padecemos todos, es necesario que todos aportemos semillas de verdad, de justicia, de honorabilidad, de razón, respeto y de paz.
Ciertamente, todos cometemos errores, pero el reconocer nuestros errores cuando los cometemos y saber pedir perdón y enmendarlos en el momento que debemos, eso es honestidad y la honestidad nos hace hombres y mujeres tenaces e inexpugnables.
Cierro con esta frase de Mark Twain: “El mejor de todos los artes es honestidad”