La México
Se sea o no aficionado a la fiesta de los toros, referirse a la situación de la tauromaquia en la Ciudad de México no deja de ser un ejercicio de actualidad interesantísimo. En el intrincadísimo conflicto legal que atraviesa la ciudad, aunque no lo parezca, confluyen una cantidad de fenómenos sociales y humanos innumerables. Sean éstos, claro, buenos o malos dependiendo desde dónde se mire el problema.
Ahora mismo, la posición más conveniente para cualquier aficionado sería esquivar el asunto, no pronunciarse sobre él, y lograr una aprobación común bajo la que se está cómodo. Sin embargo, no sólo un verdadero aficionado sino también un hombre libre, encuentra esta práctica simplemente cobarde, y no es capaz de seguirla en ninguna de sus formas. Por esto, que, a pesar de encontrarme en el bando defensor, me gustaría que mi pronunciamiento en torno a la situación de La México no pierda objetividad por esta condición. Y que, a la vez, pudiese servir para tender puentes para una comunicación sincera y desprejuiciada ante las aparentes distancias insalvables que se originan en el debate en torno a la legitimidad o ilegitimidad de las prácticas taurinas.
A juicio personal, si hay algo en claro en torno a todo este problema son dos asuntos: primero, que tristemente ninguna de las dos partes quiere escuchar a la otra, y segundo, que los medios de comunicación internacionales encargados de cubrir la noticia se están comportando de la forma más baja y convenenciosa posible. Por esto, creo que el principal aliciente para el diálogo puede estar en una precisión simple para quien, o no disfruta –como es perfectamente razonable– o no termina de pronunciarse, o para quien directamente para quien denosta a priori los festejos taurinos: el aficionado al arte del toreo no busca en la muerte de cada toro un goce sádico en el que exteriorizar colectivamente sus peores frustraciones o deseos. O al menos, la literatura sobre el asunto no recuerda absolutamente un solo individuo que haya visto la fiesta de esa manera.
Con el pueblo mexicano pasa exactamente lo mismo. Si La México se llena hasta la bandera –asunto increíble considerando sus miles de localidades– es porque la fiesta interesa a un nivel antropológico, cultural, artístico, y porque, en algunas ocasiones, su estatus de cultura popular deviene en un fenómeno extraño y lleno de gracia; en el que en una tarde de toros, el imaginario colectivo recupera su capacidad para soñar y para emocionarse sin fondo, como raras veces sucede por la estampida actual del mundo digital.
Que La México se llene no es, insisto, una debacle o una piedra en el zapato de un país del que decir que está en vías de desarrollo es insultarlo. Una sociedad de una riqueza histórica, cultural y académica como la mexicana no se permitiría un tropiezo así ni aunque quisiese. Hablamos, pues, de una sociedad cuya fecundidad permanece de tal manera, que sus avances en muchos campos se caen de maduros hasta tal punto que ni el impresentable de turno que se pasea por el poder, es capaz de empañar. Y por lo mismo, de un grupo humano que voluntariamente está decidiendo enfrentarse a la difícil tarea de comprender unas razones muy especiales, cuando perfectamente podría optar por la tranquilidad falaz que otorga la prohibición.