La misa y el toro

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Una corrida de toros es, fundamentalmente, una misa. Una liturgia que, como todas, puede alcanzar incomparables grados de belleza si se la entiende a profundidad y sin prejuicios. Como toda ceremonia sacramental, hunde sus raíces en las formas antiguas de religión y en los mitos helénicos en tanto que provienen de occidente. Y como toda manifestación artística, es necesario tener una óptica previa y lo suficientemente informada para su comprensión.

Dichas raíces tienen una carga mitológica fascinante. La primera referencia la encontramos es el mito del minotauro, en el que asistimos al enfrentamiento de una bestia de desmesurado poder contra Teseo, un guerrero armado con nada más que el hilo de Ariadna y una espada. La segunda se enfoca al elemento más importante de una corrida de toros: el simbolismo que existe detrás del color rojo de la muleta del torero, pues resulta que en las formas más primitivas de tauromaquia esta era blanca, algo que cambiaría posteriormente por un tinte rojizo que simbolizaría el encuentro íntimo entre nobles, cuando estos dejaban ver en el balcón de sus palacios las sábanas manchadas de sangre tras la concreción de sus recientes nupcias.

Estas referencias simbólicas a los mitos cuajan en una explicación que vertebra enteramente el arte de torear. Paradójicamente, el torero en la corrida representa lo femenino y el toro lo masculino. La potencia física, muscular, genésica y seminal del animal bien hace que se gane este puesto, y la vestimenta ceñida, brillante, extremadamente delicada y pulcra que se ciñe al capote de paseo, sumada al lucimiento y a la limpieza de sus movimientos explica la adjudicación del rol femenino al matador. Ambos, constituyen una suerte de boda, de danza al ritmo del peligro y de la verdad de aquel acto, que de realizarse bien debe de terminar en una simbiosis en la que los papeles se intercambien, para que sea el torero quien termine dominando al animal teniendo la destreza de insertar la espada que le dará muerte, en un orificio recóndito por el que se tiene acceso directo a la vena cava y a la aorta del animal, lo que asegura una muerte limpia e instantánea de la fiera.

Apuntalemos una proposición importante para la comprensión y defensa del arte taurino: el toro bravo se crece en el castigo. Este precepto, bien entendido y desarrollado, es el que explica la lidia y muerte del toro en la plaza, y a la vez, el que sirve de pilar fundamental para la paradójica ética taurina, y para poder ver en una corrida de toros el desarrollo de la vida y la muerte como obra de arte hasta que una de las dos se impone. Y es que, al contrario de lo que comúnmente se piensa, calificar de espectáculo una corrida de toros es algo inviable. Una corrida de toros no es un espectáculo circense en el que se admire a una persona valerosa que burla y mata a un toro como lo haría un gladiador. Al contrario. Si eso pasa no estamos hablando de estricta y pura tauromaquia. La lidia de un toro y el darle muerte es algo mucho mayor: se trata de entregarle una artesanía genética, un animal de incomparables facultades fisiológicas y belleza a las manos de una persona que, previamente, tiene que dejar empeñada su vida y, además, cumplir un escrupuloso reglamento durante todos los tercios.

Aquello es, en su fondo, el arte de torear: someter 500 kilos de pura fiereza, bravura y nobleza en una muñeca que los termina vaciando de endorfinas hasta la rendición, de tal suerte que su muerte con un estoque sea la manera más digna de las que puede recibir quien ha luchado semejantemente por su vida; y que aún, esta le sea casi imperceptible en el mejor de los casos. Ahí, ya no se habla de simple espectáculo y ensañamiento, sino de elevar a un animal a un estatus mitológico para dejar de ser un buey de matadero. Se habla de un asunto que invita y suscita reflexiones filosóficas y estéticas sobre el sentido y la naturaleza de la vida y de la muerte, prácticamente inacabables.