La niña
Juana mira a su abuelo, lo observa todo el tiempo. A sus dos añitos, no sabe por qué se la pasa revisando las hojas: hojas sueltas, hojas empastadas. Lo ve grande, enorme como las gigantescas cosas que revisa.
Sus infantes ojos, centran toda su atención en el padre de su madre. Lo examina absorto en ese espacio, entre esas hojas llamadas libros; las manos de la niña, conocieron las portadas, acariciando las páginas, las texturas guiando sus diminutos dedos en cada trazo de las figuras que después reconoció como letras.
El abuelo Pedro, la descubre observándolo, siguiéndolo a todas las partes de la casa, en especial, cuando respira en la lectura de sus 300 libros.
Atónito –por el eco interés de su nieta– la sienta frente a él, llevándola poco a poco, en el fantástico mundo de las letras, luego al de las sílabas y después al universo de las palabras.
La niña aprendió muy rápido, supo descifrar palabras; las saboreó extasiada por cada uno de sus significados. En de ellas, numerosos mundos se le revelaron para morarla, para habitarla, sembrando en ella, el creciente fruto de diseñarlas, de escribirse.
El abuelo Pedro, la miraba contento, complacido, jamás imaginó que esa niña de dos años, de ojos achispados, de mirada inteligente, de razón extraordinaria, fuera un ser sorprendente que más que, tener su mismo gusto por la lectura, fuera un ser genial para aprender y crear inéditos universos de escritura.
Juana, aprendió a leer y a escribir a sus tres añitos, dominó el latín en pocas sesiones, su configurado cerebro, apuntó hacia la genialidad.
A sus seis años, iluminó al mundo con sus primeros poemas, ¿Qué sería de su vida? Seguiría los pasos de su madre y hermanas ¿Su destino sería casarse y ser ama de casa? El saber, conocer fue su pasión.
En esos años de época colonial en nuestro país, las mujeres no íbamos a la escuela: solo los hombres, por lo que se le ocurrió decirle a su madre y hermana que la disfrazaran de hombre; lo que les pareció una tremenda locura. A pesar de ello, su misterioso espíritu gritaba leer todo aquello que diera vida a su interior. Juana analizó: ¡A las monjas si les permitían los libros! ¡Tenían permiso para leer!
El sendero amoroso por las letras y por la figura de Dios, la condujo a la misión de ser la célebre Sor Juana Inés de la Cruz, esa mujer que nos acompaña en los billetes de 200 pesos y que lo único que buscó en este mundo fue: No conocer más, sino ignorar menos, ella se convirtió no sólo en el orgullo de su abuelo, sino en la admiración y ejemplo para todo aquellos que, nos embarga la amorosa alma por las letras.