Lápiz
Estacionado el coche, tengo presente que antes de entrar al kínder, debo sacar unas copias para llenar los formatos asignados por la escuela.
Las papelerías de las colonias populares me parecen fantásticas, ¡sí, esas que están cerca de las escuelas o sobre avenidas principales! Buscando resolver el pendiente, desciendo del carro para preguntar dónde se encuentra la papelería. Una señora que va pasando, me indica que está a la vuelta.
Camino sobre la acera disfrutando una ligera atmósfera a pueblito, llego al local e inicio, con los ojos, el recorrido en cada papel, color, textura, forma, listón, adorno, regalito, detalle que guardan estos espacios.
Me acerco a la vitrina posando mis ojos en cada una de las cosas que la distinguen: las gomas, los sacapuntas, las plumas, los colores y los carboncillos. Mi curiosidad es atrapada por un bote de lapiceros, el colorido abanico, la gama de matices se concentra en ese lápiz que nos prohibían en la primaria ¡el de las tablas de multiplicar!
Al reconocerlo, se lo pido de inmediato a la señora. Mientras me despacha, lo sostengo entre mis dedos viviendo en cascada los recuerdos de infancia: mi escuela pública de multiplicadas aulas, mi primer año de escuela, mis hermanos, mis maestras de primero a sexto grado: Amelia, Chela, Yuli, Dora, Yolanda y Luz María.
Recordé que, con este lápiz, garabateé los primeros trazos de mi laberíntica vida de infancia, de adolescencia, de mujer y de mujer madura.
Este lápiz, ha sido el vaivén de escribirme en las triplicadas tablas de la existencia que me enuncia, que me nombra, que me escribe y que me ancla a este espacio tiempo de una maravillada vida que me rasguea el alma.
Es un lápiz que me conoce y me desconoce porque no sé cuál será el fin de esta historia que me ha llevado a la vida y que, en otro momento, será el renacer a una subsistencia ajena a mí y de mí.
Agradezco este lapicero escritor de mí, por mí y para mí, porque, como dice la letra de la canción de Violeta Parra: Gracias a la vida que me ha dado tanto…