Los vecinos de enfrente

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Mi corazón de niña guarda cada uno de los aromas navideños. No puedo evitar sonreír con el alma, recordar a mis padres y hermanos mayores comprando las cosas para el nacimiento del niño Jesús, el árbol de navidad, las cosas para la piñata y la cena de esas noches mágicas.

 

Aunque fuimos una familia numerosa, la vida y la bondad trabajadora de mis padres, nos permitió los privilegios de un hogar, comida y vivencias entrañables.

 

En el preámbulo de las doce de la noche del veinticuatro, mi papá y mi mamá, nos pedían a los hijos más pequeños, ir por los vecinos de enfrente para romper las piñatas; mis padres prevenían frutales coloridos con cañas, naranjas, tejocotes y dulces de colación.

 

Cuando nos pedían ir por ellos: Jaime, Arturo, Roberto, Flavia y yo, atravesábamos la avenida corriendo para entrar por ese pasillo sin puerta, puerta que era entrada a un asombrosamente distinto al nuestro.

 

Los vecinos de enfrente eran los niños de una vecindad habitada por los hijos y nietos de la señora Socorrito; la señora Socorrito, era una viejita que vendía dulces y refrescos en una de las habitaciones que hacía las veces de comedor, recámara, sala y pequeña tiendita.

 

Al centro de la casona de piedra grisácea, estaban los lavaderos donde se reunían las nueras a lavar la ropa, los trastes y a veces, hasta les tocaba baño a jicarazos a los nietos.

 

Invitar a los nietos de la señora Socorrito, no necesitaba de protocolos anticipados, sólo les decíamos que íbamos a quebrar piñatas en la casa de don Juan y doña Tere –los vecinos de la panadería– y sin problema un montón de muchachillos  ilusionados, atravesaban la avenida para celebrar con nosotros el –Dale, dale, dale… no pierdas el tino– que culminaba en lanzarnos por los dulces que, aunque  no fueran muchos, mi papá y hermanos, les completaban su aguinaldo con fruta que sacaban de los costales.

 

Ese día mi regalo no era uno de la tele porque no se acostumbraba. Mi regalo hasta estos días es la mirada achispada de mis vecinitos, ver el contento con el que se iban a la casa de la abuela y sus padres a compartir un pedacito de regalo navideño.

 

Para ellos, su regalo era su aguinaldo, para nosotros, como familia, el obsequio de Dios, era la alegría de haber compartido los presentes del niño Jesús.