Memoria y gratitud

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Institución suele ser toda fuente de servicios o de interés público del día a día. Algo no menos cierto que su estado actual, derivado de la transformación de lo que un día fueron. Seguir dicha transformación supone pesquisar el movimiento de un sustrato más hondo, que con más o menos fiabilidad, ahora se muestra como el resultado de un proceso, en el que pulula tanta información, que poseerla supone tener una conciencia rebosante de sentido y de explicaciones, para la que lo decadente o lo próspero de todo lo cotidiano se explica sin dogmatismo. Por esto, pasa que quien quiera cortar lo infértil de la propaganda o del slogan, no tiene otra alternativa que la investigación; a diferencia de la confirmación, siempre y necesariamente más cómoda.

Una institución es toda realidad tan debidamente fundada en razones y conceptos, que se vuelve una fuente de pertinencia imperecedera, generalmente eximida de la erosión de las circunstancias o del tiempo. Naturalmente, tales características hacen que se pueda recurrir siempre a sus postulados científicos, humanísticos, artísticos o sociales. Así que vista de esta forma, es justo decir que no puede haber otra más ejemplar que el matrimonio: una de una institución de tanta solidez, que su solo ejemplo enarbola de belleza y de fecundidad a las instituciones en sí mismas.

El matrimonio correctamente considerado, por poner un ejemplo, es la máxima expresión del cómo revestir a lo fecundo de lo sustancioso –el nutriente más importante para no perecer en toda la negrura de las sociedades humanas, y lógicamente, el que exige el potencial de su propia naturaleza–. Lo que el buen  seminario brinda a la rama del conocimiento que no debe perderse, lo que la propiedad privada concede a la suerte y al mérito, lo que el vestido de luces presta al cuerpo de quien sabe hacer del castigo la máxima autorrealización, o lo que el mecenas protege del artista empadronado, es en suma, lo que al amor le da el matrimonio.

Y sin embargo, no siempre se han entendido como debieran a las torres de babel conceptuales que son las instituciones, pues la esencia de la cotidianeidad, es tener el debe y el haber desemparejados. El debe es comprender que el objetivo de toda institución es hacer desembocar el potencial de las cosas en prosperidad. Algo muy distinto del haber actual, protagonizado desde hace tiempo por la vulgaridad y por lo absurdo de la paradoja mal formulada, gracias al que la referencia a las instituciones más fecundas e imperecederas, sólo sabe apoyarse en el credo victimista en lugar de en el investigativo.

Por lo demás, se hace evidente que prorrogar el valor de las instituciones hoy exige liberarse de prejuicios. Tener, pues, la honestidad de reconocer que lo institucionalizado no es siempre la insistencia del cacique para perpetuar su comodidad; o una suerte de opresiva forma de gobierno; o que no hacer más amplios los conceptos no es siempre sinónimo de ser enemigo del progreso; además de saber mirar hacia atrás con el coraje necesario para asimilar las más densas realidades. Bien ha demostrado ser un ejemplo nefasto de la contra a las instituciones el dolor que sigue padeciendo la humanidad por la herencia del siglo XIX, tras haber pasado un siglo y medio obedeciendo al precepto mesiánico de acabar con todas las instituciones por medio de la violencia. Uno entre los muchos que nos harían comprender que lo realmente fecundo siempre se mantiene por algo, y que la verdad se defiende sola, sólo la mentira necesita ayuda del gobierno.