Miss-seria

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En el juego de las redes sociales, estamos inmersos en el circo de lo viral, tretas montadas que provocan el morbo de los internautas. Como aquellos videos que se hacen llamar así mismos experimentos sociales y que lo único que hacen es promover el pensamiento simplista de los usuarios. Para iniciar esta columna uso uno de ellos como ejemplo: aquel en que un hombre aparentemente pendenciero y desgarbado invita a salir a una hermosa chica y ésta lo desprecia. Acto seguido, el actor entra en un flamante Lamborghini y al verlo, mágicamente ella ha cambiado de actitud.

La reflexión es obvia, hay cientos de videos así en las redes. He tenido una simpática experiencia que, en algo, se le parece y siento la urgencia de contárselas.

En marzo pasado, luego de asistir a un taller de narrativa en el Centro toluqueño de escritores, guitarra en mano, estaba parado sobre la avenida Morelos. Que la guitarra fuera conmigo no era casualidad, pues me disponía a charolear un rato para sacar lo de los pasajes y la comida del día. Cuando pasó el camión de la ruta que va a Zapata, eso hice. Luego de pedirle permiso al chofer, me estacioné en el centro del pasillo y comencé a hacer lo mío.

El autobús estaba lleno y se recataba aún más. Canté una o dos canciones, cuando una chica desde el frente del camión me llamaba, entusiasmada, con la mano. Me cuidó con la mirada todo el camino. Era hermosa, hay que decirlo. Le pedí que me esperara, estaba ocupado en mis propios asuntos, una chica menuda y de facciones dulces, estaba casi frente a mí. Llevaba, como yo, una camiseta de Bowie. Eso nos hizo sonreírnos. Eso y que su hijo estaba encantado con la guitarra. Cruzamos unas cuantas palabras y luego de darme un par de monedas, nos despedimos.

La chica que me había llamado en primera instancia me esperaba, apretaba los ojos con curiosidad. Cuando llegué hasta su asiento, me dijo: oye, tengo un programa de televisión y me gustaría invitarte, presentamos artistas y me gustaría que mostraras tu trabajo. Ahora que estaba frente a ella, sus ojos brillaban con ese verde divino. También apreté los ojos, me parecía haberla visto de otras veces. Se lo dije, y advirtió que ella creía haberme visto en otras ocasiones. No le dimos importancia, y como estaba por bajarme del camión, me pidió que anotara su número y que le enviara un mensaje para concretar la cita.

Una vez abajo del trasporte, hice lo que me dijo, no habían pasado ni dos minutos. El mensaje decía: hola, y ella respondió: ¿quién eres? Mala señal, pensé, sin embargo, estaba decidido, contrario a mis propias suspicacias, a no sentirme el hombre del Lambo.

Esa noche, al llegar a casa, me di a la tarea de investigar qué tipo de programa era ese. Así supe de paso quien era ella. Las sospechas eran ciertas, la conocía. Tal vez lo supe desde el primer momento, pero la distancia entre la ciudad y el lugar en que la encontré, fue lo que me hizo dudar. Mi experiencia con la presentadora había sido la siguiente:

La conocí cuatro o cinco años atrás en una de esas ferias que en mi ciudad se hacen para ensalzar el chovinismo de la región, eventos para los que con frecuencia son requeridos entusiastas con ínfulas de celebridad y necesidad de atención que la hagan de anfitriones, animen al público y presenten a los otros improvisados artistas de la zona. Ahí fue que apareció.

Recuerdo un diminuto vestido y un lindo cuerpo torneado, con un peinado elaborado y el maquillaje que no desmerecía. Por su menudo tamaño, nunca mejor dicho: una muñequita. Su aparición por aquella misma banqueta en la plancha de la plaza principal fue encantadora, todo un suceso. Alguien le hacía señas desde el estrado, lo que significaba que estaba por entrar en acción, pero, cuando aún no terminaba de contemplar su graciosa preparación sacudiéndose los nervios, las entrañas se me estremecieron al ver que el sujeto que la acompañada, un chico no mayor que ella, le dio zendo coscorrón en la cabeza, y cuando la impresión aún no era suficientemente captada, repitió la afrenta con un par de zapes que la chiquilla recibió apenada. Era una plaza pública y como yo, otros la miraban, eso era seguro. Nadie hizo nada. En eso fue que un sujeto mayor se acercó y les dijo algo, como para calmar las aguas.

Lo que sea que les haya dicho, estuvo mal, pero ese es otro asunto.

Luego de aquel incidente, le perdí el rastro y por consecuencia la olvidé. Volví a encontrarme con ella en plena pandemia. Ese día tenía una infección de muela que me tenía derrotado, nunca antes había sentido tal dolor, así que fui con un amigo odontólogo para que me recetara algo. Lo hizo. Llevaba aún las pastillas en la bolsa de la chamarra cuando vi que en el auditorio de la ciudad se llevaba a cabo otra de esas terribles ferias holísticas que embaucan inocentes desde hace años. Mi repelús fue tanto, que a pesar del dolor, me acerqué para ver lo que esos miserables decía —discurso del cual eché mano en la antepasada columna a esta—.

Además de la rabia que sentía —pues en ese momento era yo un ejemplo de la ciencia al servicio de la salud, con la evidencia en la chamarra—, mi sorpresa fue mayor al darme cuanta de que quien estaba haciéndola de portera de ese embuste, no era otra que la pequeña presentadora. Al verme, me invitó a pasar. Sumado al dolor de muela que cargaba, me parecía ominosa la invitación, y por supuesto no pude ocultar mi enfado. Sin embargo, solo dije que no. Ya sea porque lo intuyó, o porque mi reputación como un férreo critico de estos asuntos se ha regado, su actitud cambió, fue entonces hostil y grosera. Me corrió discretamente invitándome a pasar y a darme la información que necesitara, porque claro, a sus ojos el que ignora es el que desprecia esas chapuzas. Paradójico, por decir lo menos.

Acto seguido, corrió con otra enajenada, ambas me miraron, diciendo cosas y fue entonces que preferí largarme por lo sano. Literal, no tenía paciencia por la muela para lidiar con eso.

Volviendo al asunto de la televisión, no mencioné ninguno de estos incidentes porque en verdad me parecía una nueva oportunidad para explorar mi tolerancia y limar asperezas o mal entendidos. No obstante, parecía que ella limpiaba la casetera cada noche y no recordaba más que el día a día. Nos habíamos presentado prudentemente y cuando acordábamos la cita, dejó de responder. Comenzó a darme largas y al final de cuentas, se excusó diciendo que no estaba en sus planes aparecer en televisión en por lo menos dos meses, que me daba el contacto de uno de sus compañeros para que buscara por mi cuenta esa entrevista.

Ni siquiera respondí a este ultimo mensaje, pues su respuesta me pareció vulgar e insultante. Tengo la impresión de que tuve mi propio experimento social. El video que usé para arrancar esta columna señala el materialismo y la superficialidad de las relaciones, pero, desde mi punto de vista, señala las elites que se entraman a partir del poder que se ejerce ya sea por el dinero, cierto estatus, pero particularmente, por la belleza.

Desde aquella invitación en el camión, me fastidió el discursillo de, soy y hago. En minutos, como si fuera necesario, me había presumido sus proyectos y la difícil que era ser estudiante de la escuela de artes escénicas. Aun así, me resistí a ser prejuicioso. Hoy, me parece que la evidencia habla.

Tengo ciertas reservas al decir que además de ser catedrático universitario, ejercer la psicología y la literatura, me subo a los camiones y entro a los bares y taquerías a ganarme unas monedas con la guitarra y la garganta. No me avergüenza, más bien me abruma que esto pueda ser descubierto por personas de juicio muy limitado. Es falsa aquella consigna de que no debe importarnos lo que el mundo piense, somos un constructo social y eso nos afecta obligadamente.

En el oficio de la charola, he conocido a otros colegas, entes con un espectro mundano y abatido, consumidos por los estigmas de quienes les escuchan, el oficio de personas de poca categoría. El arte callejero no debería ser miserable ni tener que soportar que la gente crea que te hace un favor al pagar por lo que se hace, sea a voluntad o no. Esa es nuestra cultura.

Lo que me enerva es pensar que aquella no quería darle una plataforma a un artista de igual a igual, sino lustrar su vanidad disfrazada de generosidad. Entonces aquella dádiva me puso enfermo y preferí el silencio.

A nuestra presentadora de televisión la vi por última vez en un cartel como aspirante a miss de pueblo: la apoteosis del despropósito y lo banal. Y sin embargo esta columna no la motiva enteramente ella ni el hartazgo por esa elite fantasmal, sino una interesante charla que tuve con una colega. Hermosa y sin tiempo. Otro tipo de modelo —literal, modelaje— para otro tipo de pasarela. Lo menciono, porque hablábamos precisamente de la vida tan demandante en que parece que juega en contra de sí misma, casi sin saberlo. A ciegas. Todo, por causa de esa jugarreta de poder adquisitivo por el culto al cuerpo y la belleza.

Pienso en ella, en la chica del camión o incluso alguna pareja de la facultad de artes. Pienso en ellas por una réplica a esta idea.

¿La presentadora del camión? Se dice que se le ha visto por ahí, caminado. Indolente. Perdonando vidas.