Mujer, tienes que agachar la cabeza

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Iba de camino a casa. Recién había terminado la jornada. Sábado. Por la banqueta repasaba mentalmente las obligaciones del resto del día para por fin descansar. En ese momento aparece sobre la misma acera una mujer alta, espigada, de cabellos oscuros y dientes blancos.

 

Para beneplácito de los inquisidores, ambos intercambiaron sonrisas. Sin embargo, ya sea por toda la gente que conoce en el hospital y las clases, y porque ciertamente era una mujer hermosa, volvió algunos pasos y la llamó: oye, perdón. Disculpa, ¿puedo saber tu nombre?, le dijo, cuando respondió a su llamado.

 

Ella sonrió con nerviosismo: me llamo Alondra. Pensó en hacerle un cumplido, pero notó la prisa en su rostro. ¿Nos conocemos?, la interpeló, y ella, haciendo con las manos un nudo, miró hasta el fondo de la cuadra hacia dónde antes se dirigía.

 

Él, a manera de disculpa al ver su angustia, le dijo que creía conocerla. Al final se despidió, diciéndole que era una mujer muy atractiva. Ella volvió a revisar la cuadra. Sabía que la tensión era evidente, y de todos modos, le pidió su teléfono. Su voz afectada por la prisa se disculpó: no puedo, su novio la esperaba en el auto al final de la cuadra. Escapó de ahí.

 

Se habla mucho, y posiblemente no lo suficiente, de la violencia de género; del acoso callejero que viven todas las mujeres día con día en este país. Eso fue lo que lo puso a pensar que tal vez había cometido un error al abordarla de esa forma. Sin embargo, luego pensó que su prisa, aunque relativamente era detonada por la breve entrevista que habían tenido, no era del todo su responsabilidad.

 

Para hablar del tema, viene a la cabeza aquella escena de la película Maclovia, protagonizada por María Félix. La historia de dos jóvenes enamorados en Janitzio, Michoacán, que luchan contra los usos y costumbres de un pueblo conservador. Su padre en la fantasía, le prohíbe siquiera voltear a ver a José María (Pedro Armendáriz), porque según él, su hija merece algo mejor que un indio común.

 

Maclovia tiene que agachar la cabeza cuando pasa al lado de su enamorado y éste se conforma con ver su sombra reflejada en el suelo bajo el sol. La escena y el diálogo de estas leyendas del cine nacional se volvieron icónicos. Pero, habrá que decir que aunque romántica, no es sino el reflejo de un México machista y patriarcal donde la mujer era sometida, y la palabra del hombre, por decir lo poco, era ley.

 

Seguramente al hombre le queda mucho por aprender sobre su comportamiento en torno a su convivencia con las mujeres, comportamiento que garantice su tranquilidad al caminar por las calles o cualquier otro espacio público. Al mismo tiempo, y retomando el relato de las primera líneas de este texto, es de llamar la atención la alarmante forma en que las mujeres normalizan y, peor aún, glamourizan las expresiones de violencia silenciosas donde, al estilo de los usos más arcaicos de este país, la mujer no es dueña de sus actos por el miedo socialmente aprendido de estar cometiendo una falta.

 

Las discusiones sobre la violencia de género deben avanzar con mucho más vigor, pero nada de esto será suficiente si la mujer, desde su posición, no comprende que en muchas ocasiones es precisamente ella el vehículo de su propia segregación, asumiendo tal vez desde la cuna que es una posesión, un objeto decorativo y no un ser humano que piensa y decide.

 

Más de uno o una habrá pensado que esas conductas son normales, y si bien la ciencia dice que los celos son un proceso natural de nuestra especie, nada tiene que éstos lleven a alguien a perder la tranquilidad y el derecho a cruzar palabra, cualquier que esta sea, con quien se decida. Y por supuesto, esto nos lleva a una pregunta más importante aún, ¿valdrá la pena estar en una relación cuya emoción más poderosa es el miedo?