Nos duró poco la paz
Uno de mis años favoritos es el de 1989. Honestamente no lo recuerdo, era aún demasiado pequeña para hacerlo, pero el aprendizaje de la Historia me ayudó a mantenerlo en la memoria. En noviembre de aquel año, en la ciudad de Berlín, era derrumbado el muro que dividía la zona oriental de la occidental; y con aquel simbólico acto, existieron, incluso, aquellos que aseguraron, se trataba del fin, justo, de la Historia. Sin embargo, el tiempo nos enseñó las pocas posibilidades de los puntos finales, por lo menos en ese relato que se constituye, no la memoria personal, sino de la humanidad.
La primera vez que visité Europa, hace veinte años, los países miembros de la Unión Europea adoptaban por primera vez el Euro. Los billetes que íbamos juntando como parte del ahorro del turista ilusionado por su primera aventura más allá del mar, parecían haber sido recién cortados y en realidad, así era. Cuando llegamos a París, aún vive en mi mente la imagen de las etiquetas de los precios en francos y los famosos euros. Se trataba del nuevo siglo para una Europa unida. Un sueño de paz, finalmente alcanzado.
La historia del siglo XX está marcada por tres grandes momentos políticos y sociales: las dos guerras mundiales y el desmoronamiento de la Unión Soviética. Hasta el año de 1914, producto de la Belle Époque, Occidente vivía embelesado con la promesa del progreso. Hacia este paradigma estaban enfocados todos los esfuerzos y políticas y si acaso hubiera lugar, utopías. El inicio de la Primera Guerra Mundial parecía un conflicto más que terminaría pronto; sin embargo, los adelantos tecnológicos y la estrategia militar a través de las famosas trincheras, cambió el juego. Después, las piezas de dominó fueron cayendo una por una: el Tratado de Versalles y las condiciones miserables en las que sumieron al pueblo alemán; la Revolución Bolchevique y el surgimiento de la Unión Soviética, los alocados años 20 y su gran crisis económica la final de la década, la ascensión del Nazismo y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo la Bomba Atómica y el Holocausto, además de los genocidios perpetrados por Stalin. A veces cuando pienso en esto, en un mundo embelesado con el sueño del desarrollo y en la ascensión del populismo en América Latina, así como el resurgimiento del fascismo, siento lastimosamente cómo en pocos años se cumplirá el centenario del Tercer Reich.
La Segunda Guerra Mundial dejó muchas lecciones, pero también, heridas profundas en la geografía, sobre todo la europea. Alemania se convirtió en el punto donde colgaba una cortina de hierro dividiendo al mundo en dos bloques: el Occidente con su modelo capitalista y el Oriental, con naciones satélites a la gran Unión Soviética. Una narración donde se omitía al Tercer Mundo, países en busca de desarrollo con problemas que tarde o temprano se convertirían en crisis mundiales, como la ambiental o el hambre. Hoy como se cuenta a las nuevas generaciones parecería algo sencillo de dibujar en un planisferio, pero cuando escucho a mis padres hablar sobre aquella ansiedad silenciosa ante la expectativa angustiante de una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el mapa no parece tan sencillo de detallar.
Cuando visité Berlín, en el año de 2004, habían pasado casi 15 años de la caída del Muro del Berlín. En mi afán de viajera, tomé el metro que me llevaría a la antigua zona oriental y donde, todavía, pude observar los típicos edificios soviéticos horizontales de varios pisos, el reloj del mundo y la sobriedad del tiempo detenido. Al caminar por las calles, en búsqueda de un lugar para comer, me topé con rostros, serios, tan grises como los edificios, con una mirada perdida, sí, justo en ese enigma del tiempo. Evidentemente sentí esa diferencia que quizás se pierde con la cotidianidad ante el hecho de que un día antes había estado en la zona más moderna de la capital alemana donde las miradas estaban direccionadas al futuro.
En 1989–1990 se pensó que la Guerra Fría había concluido. Así se les había conocido a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con el mundo dividido geopolíticamente; guerras regionales en las que subyacía el interés de tener zona de control estadounidense o soviético, tal como sucedió en Corea y Vietnam; además de dictaduras en América Latina y ese constante temor a la falta de diplomacia y el advenimiento de un conflicto mayor. Europa se reconstruía, no sólo en términos de edificios, sino en conciencia, cultura y aspiraciones. De hecho, en ese miedo de volver a ser el epicentro de una guerra mundial, surgió lo que hoy es la Unión Europea.
Primero como un acuerdo de acero, esencial para la producción de armamento, entre Francia y Alemania hasta evolucionar en un proyecto de corte liberal, entre naciones europeas que abarcaran temas como la movilidad humana, el intercambio económico y la educación. En términos de Seguridad Internacional, sería la anexión a la OTAN por parte de cada uno de los países, lo que marcaría el paso lento de una instancia especializada por parte de la Unión Europea y que vería avances hasta ya iniciado el siglo actual. Y aun con todo esto y el hecho de guerras como la de los Balcanes, hasta el invierno del 2021, Europa había vivido su mayor etapa de paz en su historia moderna: 76 años.
Hace días, con el inicio de la invasión rusa a Ucrania, me senté al lado de mi papá y los dos observamos, él, con los ojos de testigo, yo con el corazón de historiadora, los tanques rusos surcando el camino. El silencio nos abrazó en señal de consuelo. Ambos teníamos el pensamiento del pasado caminando entre nuestros pensamientos. Nos miramos y susurré… nos duró poco la paz.