Perdonar el delito: la nueva ley de Aministía en Perú
Contra la memoria del olvido
¿Qué significa amnistiar? Significa borrar, olvidar,
hacer como si nunca hubiera existido.
En el Perú, la palabra amnistía suena como una piedra lanzada contra la memoria. La Ley 26479 de 1995, firmada en plena dictadura de Alberto Fujimori, fue ya una afrenta contra la justicia, amnistía general a militares, policías y civiles responsables de delitos derivados u originados de la lucha contra el terrorismo entre 1980 y 1995.
Hoy, casi tres décadas después, se insiste en revivir esa impunidad, se amplían sus alcances hasta la actualidad, con la complicidad del Congreso y el aplauso cínico de Dina Boluarte, quien asegura que la gratitud de la patria no tiene fecha de caducidad.
Nos dice la presidenta que no podemos permitir que los verdaderos defensores de la patria sean señalados como enemigos de la nación.
Una amnistía siempre pretende ser un gesto de reconciliación, se presenta como un acto magnánimo del Estado que pasa la página para mirar al futuro. Pero, ¿qué patria se defiende cuando se arrasa con comunidades enteras? ¿Qué nación se construye cuando se viola, tortura y asesina en nombre de una lucha?
El conflicto armado interno, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), dejó alrededor de 69 mil muertos y desaparecidos, en su mayoría campesinos quechuahablantes de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac. Jamás se debe dejar de responsabilizar a las fuerzas del Estado también perpetraron masacres, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y torturas. Basta recordar los nombres de Cayara, Accomarca, Putis, Los Cabitos, El Frontón. Cada uno de esos lugares grita una verdad que se quiere borrar: el terrorismo y la represión estatal fueron dos caras de la misma moneda de horror.
La amnistía no borra responsabilidades, las suspende. Hace del crimen una estrategia de defensa, del verdugo, un héroe; de la víctima, un daño colateral.
Claramente es algo que se ha querido realizar hace tiempo, En 2002, congresistas como Antero Flores-Aráoz ya intentaban ampliar los efectos de la Ley 26479, apelando a la operación Chavín de Huántar. Hoy, la historia se repite. La narrativa es la misma: los militares y policías actuaron en defensa de la patria, no deben ser juzgados como criminales. Dina Boluarte lo dice con descaro: No más terrorismo, no más injusticia, respeto y dignidad para nuestras fuerzas armadas.
Pero lo que omite es que justicia e impunidad no pueden caminar juntas. Que los crímenes cometidos bajo bandera nacional siguen siendo crímenes, que torturar, violar, desaparecer y asesinar no se transforma en virtud sólo porque se hace con uniforme.
La llamada amnistía histórica no honra al Perú: lo degrada.
Geopolítica del olvido
Lo que sucede en nuestro país no es aislado. América Latina conoce de sobra estas leyes de punto final, amnistías y pactos de silencio. Argentina, Chile y Uruguay las padecieron, hasta que la presión de las víctimas y de organismos internacionales obligó a revertirlas. Porque la amnistía no es solo un acto jurídico: es una estrategia geopolítica del poder para blindar a sus fuerzas represivas, garantizar lealtades militares y perpetuar el miedo.
Basta con mencionar que el pasado 30 de Agosto se recordaba el Día Internacional de las Víctimas de la Desaparición Forzada, proclamada por la Asamblea General en su resolución 47/133, de 18 de diciembre de 1992, como conjunto de principios que deben ser aplicados por todos los Estados, de cita que:
Se arreste, detenga o traslade contra su voluntad a las personas, o que estas resulten privadas de su libertad de alguna otra forma por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, por grupos organizados o por particulares que actúan en nombre del Gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o su asentimiento, y que luego se niegan a revelar la suerte o el paradero de esas personas o a reconocer que están privadas de la libertad, sustrayéndolas así a la protección de la ley
¿No es acaso la ley de amnistía una violación a esa resolución? Claramente sí.
Además en Perú, la amnistía se vuelve además un instrumento para reescribir la historia, decir que solo hubo defensores de la patria y terroristas. Pero esa versión binaria oculta que hubo un tercer actor, el pueblo, atrapado entre dos fuegos. Ese pueblo fue el más golpeado y es hoy el más silenciado.
No es casual que esta ley resurja bajo el gobierno de Dina Boluarte, marcado por las masacres de diciembre de 2022 y enero de 2023, es el mismo patrón: el Estado responde con balas, después ofrece discursos de defensa de la patria. Y mañana, quizá, buscará otra ley de amnistía para blindar a quienes dispararon contra la gente.
La impunidad no es un accidente, es un método.
El Perú no necesita más homenajes a los uniformados, necesita justicia para sus víctimas. Justicia para las madres que aún buscan a sus hijos desaparecidos. Justicia para los pueblos arrasados en los Andes y en la selva, justicia para las mujeres violadas y torturadas, justicia para quienes fueron convertidos en enemigos internos.
Una amnistía que protege al verdugo es una segunda condena para la víctima. Y la historia lo demuestra: mientras no haya verdad ni justicia, no habrá reconciliación posible.
Lo discordante es que la amnistía no es solo un decreto, es también un lenguaje. Se nos dice reconciliación, cuando en realidad significa olvido. Se habla de héroes de la patria, cuando en realidad se trata de verdugos impunes.
Así funciona la maquinaria política, cómo lo mencioné en la columna anterior del periodismo que sangra, porque el poder no se conforma con matar o reprimir, también necesita apropiarse del lenguaje, desfigurar el sentido y fabricar realidades convenientes.
En este caso es cierto que la amnistía no es sólo un dispositivo legal, es también un dispositivo narrativo.
Y aquí todo conduce a lo mismo, la guerra se encuentran en todas, la propaganda israelí, como toda propaganda de guerra, no inventa nada nuevo: se adueña de los símbolos, los retuerce y los devuelve contaminados.
En el Perú ocurre algo similar, se apropia de la memoria, de los nombres de las masacres, de las víctimas, y los invierte en un relato oficial donde los asesinos se convierten en héroes.
Fin: contra la amnistía programada
La amnistía, en ese sentido, no nada más protege jurídicamente a los culpables, sino que les entrega también la victoria narrativa. Les garantiza que la historia no se escriba desde las fosas comunes, sino desde los cuarteles.
La memoria no es un lujo académico ni un capricho ideológico, es un deber político y humano. Lean: no se trata de reabrir heridas, porque las heridas nunca cerraron, lo que se busca es que esas heridas no sigan infectándose de olvido.
Por eso, frente a esta ley de amnistía que pretende arrasar con la justicia conquistada con años de lucha, la única respuesta posible es la indignación organizada. El pueblo peruano no puede permitir que el Estado legisle el olvido, no podemos permitir que el sacrificio de tantas vidas quede reducido a notas al pie en manuales de historia.
Aceptar esta amnistía es consolidar un modelo de Estado que institucionaliza la impunidad y degrada el pacto democrático y frente a esa infamia, no cabe la tibieza. O se está con la justicia o se está con la impunidad.
La indignación no basta si no se transforma en acción, la memoria no basta si no se convierte en resistencia, el pueblo peruano debe recordarle al poder que la justicia no se amnistía. Porque un país que se arrodilla ante la impunidad no es un país reconciliado: es un país derrotado.