SU RETRATO
Escribir poesía no me convierte en poeta; de la misma manera, tampoco en compositor por el mero hecho de saber leer una partitura. Los misterios del corazón, el fuego interior, esa sensibilidad especial que sale del alma. La inspiración que precisa de una luz que le abra camino, el ser bendecido por el amor y aceptar con humildad que nada, que no saliera de mi corazón, valdría la pena. Es lo que me acercaría a las orillas del poema; soñando, suspiran mis letras, con despertar entre olas de rimas, con cantos de caracolas.
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Pronto descubrí, que el tiempo, aunque a veces parezca eterno, era lo de menos cuando se persigue un sueño. Que aquello que se alumbró dentro de mí, cuando oí su voz por primera vez, era el comienzo de mi gran poema, el que supe que nunca acabaría. En el que siempre habría una estrofa pendiente y unos versos deseosos de llegar a la musa que me inspiraba, para devolverle parte de lo que ella me daba.
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No se trataba de forzar las palabras, tampoco de adornar las estrofas como si estuviera delante de un árbol de Navidad engalanado con rimas brillantes. No es pensar en lo que dirán, si es que alguien –por suerte– te llega a leer. Es mucho más que todo lo que se acerca a ese carrusel de feria que gira y te invita a participar de la fiesta; los poemas sin sentimientos con la música del momento. Es, además, un encuentro con la foto que llevas dentro, en la intimidad del alma que clama por sacar a la luz su más profundo sentimiento.
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Nada me hacía presagiar lo que ocurriría luego, salvo ese tenue rayo de esperanza que se mantiene escondido y alerta ante el esquivo imposible. Pero ocurrió, y la débil luz, poco a poco, se fue tornando en fulgor, hasta que se convirtió en un sol cegador. Un resplandor que se dejaba ver por el horizonte, donde, puntualmente, se daban cita el cielo azul y el mar con reflejos dorados y ondulantes. Olas que llegaban a mis orillas, regalo del dios del amor para mis anhelos de ser, siquiera, un principiante que sueña con ser su poeta.
Entonces…
Desde la hoguera de mi corazón, se alzaron las llamaradas que prendieron mis sueños. Estaba junto a mí. Sentía el latir de sus estrofas en mis poemas sedientos.
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Su aliento alimentaba las brasas, casi apagadas y, el brillo de sus rimas, el agua que pude beber para calmar la sed que me embargaba, si lejos de sus rimas doradas me encontraba.
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Fue entonces, cuando empecé a sentir que mis versos no estaban perdidos, que mis palabras no estaban huérfanas, que nada importaban las reglas más que aquellas que dictaban mi alma.
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Y, menos, me iba a importar si atrás se quedaban los poemas que surgieron antes de ella, rimas sin alma, tan huecas de contenido como el sinsentido de quien se creía poeta.
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Había, por fin, un horizonte, un cielo, un mar en el que poder navegar y, sin necesidad de mirar atrás, en sus orillas, por fin, podría anclar mis rimas y abrir las alforjas para que salieran.
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Estaba amaneciendo de nuevo, era un nuevo comienzo, un encuentro, la confluencia de rimas y versos. Su aliento, alimentando mis anhelos, y yo, a su vera, como leña seca para su hoguera.
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Ya no se esforzaban mis sueños en encontrar las palabras que se asomaran a su ventana; era dejarme llevar por la claridad que me llegaba de sus versos/besos de rimas doradas.
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Era estar delante de un horizonte
que no se alejaba si me acercaba
era estar al calor de una hoguera
que deshacía el hielo de mi ceguera
y cómo dejé de ser aquel polizonte
Escondido en las bodegas del poema, sus hechizos me llevaron a cubierta donde pude respirar, en su vientre lo salado del mar de sus entrañas y mecerse al compás de sus olas.
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Amor, ¿qué piensas?, me dijo con su voz de agua, al tiempo que anegaba mis desiertos desterrando el silencio. Nada se le podía comparar a su voz de mar. Y, por más que quisiera buscar fuera de sus orillas imantadas, nada podría igualar, ya, el rumor de sus olas, ni la cálida brisa que me acariciaba con sus rimas doradas.
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Lo que tardé en responderle fue solo el instante en el que se dilataron mis deseos de besarla y, con mis labios hurgando en los suyos, y mis manos explorando sus profundidades, le dije:
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Por fin, por ti, soy poeta, amor
en tus labios encontré el verso.
En tus ojos profundos, las rimas
en tus voces de agua, la musa
y la fantasía de unir lo disperso
en lo cegador de tu esplendor.
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Mira cómo brillan las estrellas, amor, mira la quietud del horizonte, siente cómo nos mece la brisa. Mira la luna sonriente, queriendo copiar tu radiante sonrisa. Está amaneciendo, cielo, mira el mar, cómo corteja tu mirada de alborada.
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Me estaba adentrando en sus ojos. El tiempo parado, sólo la inspiración del amor, ella y yo. Y los versos que se iban desplegando a medida que la besaba. Y puedo jurar que no fue un sueño, sus labios eran la morada que los delataba.
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El puerto donde anclaba mis poemas cada vez que la soñaba. Por ella dejé de ser el polizonte escondido en las bodegas, donde los versos y las rimas esperaban el fin de la travesía para salir a cubierta y respirar la brisa salada de su mirada.
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Cuando me desperté, me pregunté qué era aquella luz radiante que inundaba el cuarto. Su presencia, su respiración, pausada y calmada, me respondieron; entonces, me volví y la vi, estaba dormida y era de madrugada.
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Y así, con mis ojos fijos en su cara y mis dedos rozando sus mejillas, me volví al sueño donde la seguí amando. Donde, surcando el mar de su cuerpo, me adentraba en el puerto de sus secretos y anclaba mis deseos a los suyos. Al tiempo que se paraba el tiempo entre sus labios de terciopelo como el capullo de un clavel abierto.
Esencia de mi relato, su retrato
el que tiene mis sentidos prendidos
y dan sentido a mis versos soñados.
Donde mis anhelos la evocan
Vehementes y febriles, encendidos
y exaltados se adentran en sus besos
con el delirio de un amor apasionado
Desvarío, que sus labios me provocan.
Y nado, nado hasta quedar sin aliento,
hasta su puerto de versos dorados
y, en sus poemas…, me quedo varado.