¿Tenía razón Carlos Castaneda? III
Esta semana terminamos nuestra serie de columnas enfocadas a introducir a los lectores a la vida y obra de Carlos Castaneda. En las anteriores habíamos dado un somero contexto del asunto y habíamos explicado los lineamientos generales para una comprensión de su texto fundamental: Las Enseñanzas de Don Juan. Nos referimos a la gestación de la obra y a su importancia en la Literatura Latinoamericana y a su carácter perentorio, como pilar de la antropología moderna. Sin embargo, aún no habíamos sido explícitos sobre algunas de las muchísimas enseñanzas de Juan Matus o Don Juan y tampoco intentamos hacer clara la originalidad del pensamiento del legendario brujo yaqui, con respecto a nuestro siglo, a nuestra actualidad más reciente. Esta semana nos centraremos en estos dos últimos puntos.
Creo que una comprensión profunda o, al menos, bien encaminada del texto no debe de perder detalle desde el epígrafe que abre el texto, que refiere directamente una de las frases que más contundentemente resonaron en la cabeza de Castaneda: Para mí solo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Por ahí yo recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo. Y por ahí yo recorro mirando, mirando, sin aliento. El asunto del corazón y de los caminos es fundamental. En aquellas dos palabras, corazón y camino, Don Juan encuentra un universo de significados genial, en la que ambos términos no pueden desenlazarse de ninguna manera, y que de forma más clara viene a ser una máxima que establece la necesidad inescrutable de que cualquier propósito que tengamos tiene que estar ligado a lo que nosotros llamaríamos placer o satisfacción o realización, y que por donde no sintamos estas emociones de una manera profunda y reconfortante, sin pena ninguna, no vale la pena caminar, nos diría Don Juan.
Lo anterior, lo vemos a lo largo de todo el texto. Absolutamente ninguna de las acciones de Don Juan estaba exenta de tener corazón. Todas las tareas que cumplía estaban perpetradas por esta máxima. La expresión tener, en ese sentido, deja de tener un sentido estrictamente ligado a la propiedad para tornarse hacia uno de atributo. Como si fuera una propiedad que identifica y hace único a algo por el hecho de que en su sentido el corazón de uno se recompone, y no es, por esencia, una realidad que empieza y termina en la instrumentalidad. En que su ontología sea un mero trámite. En ser accidental. En no tener más razón de ser que permitir pasar de un estado de realización de un ente concreto a otro por medio de una transformación explicable racionalmente.
En ese mismo tenor, es que Castaneda deja entrever a lo largo del libro innumerables enseñanzas y además el cambio de aprendiz a maestro y de maestro a aprendiz dada su condición de antropólogo originariamente formado en una tradición científica, como deja ver Octavio Paz en su intrincado, pero iluminador prólogo, del que se podría señalar que, por estar al alcance de más bien pocos por la complejidad de sus referencias etnográficas, históricas, literarias y filosóficas y por intentar encajar las enseñanzas de Juan Matus en máximas de algunos intelectuales ajenos al contexto, termina siendo parcialmente contrario a la enseñanza medular del libro para nosotros: iluminar nuestra racionalidad con la riqueza invaluablemente profunda de significados de la chamanería precolombina de Don Juan.
Nadie debería irse del libro sin comprender la increíble estructura de cuatro partes que Don Juan deja ver como el último y más importante fundamento para ser realmente un hombre de conocimiento. Para completar, en un sentido estricto, los caminos que su corazón escoja como pertinentes para él, por sus atributos intrínsecos. Me refiero a los cuatro enemigos principales de quien busca el conocimiento, y a la vez, de quien busca evitar el sufrimiento que son el miedo, la claridad, el poder y la vejez. Con ellos, sale a relucir la increíble profundidad y misticismo al que pueden llegar estas formas de ver y de describir el mundo que a menudo denostamos por no ir de acuerdo con lo que los criterios rigidísimos de occidente estipulan para ser verdadero conocimiento.
Don Juan entendía al miedo como el agente principal que nos paraliza a diario, que nos hace no atrevernos a cumplir las propias voluntades, a quedarnos en el mundo que otros construyeron para nosotros y para nuestra falsa comodidad, a huir de los caminos que sí tienen corazón, pero que parecen peligrosos. A temer a una ilusión de perder una falsa seguridad. Inducidos en este estado, Don Juan nos advertía que el miedo aparentemente se vencía con la claridad, que era un estado de la conciencia o más bien del espíritu en el que todo se aclaraba, pero que nos hacía ver todo cuanto existía de forma incompleta, cegándonos con la convicción de que ya todo es conocido por nosotros, e induciéndonos a la superficialidad y a la confianza de una ilusión de poder profundamente falsa, pero que era suficiente para hacernos pensar que tenemos un cierto poder, que usamos mientras sentimientos de invencibilidad y soberbia se camuflan en nuestro espíritu sin que nos demos cuenta, haciéndonos sucumbir a su encanto con una facilidad que, inmediatamente nos revela que el poderoso siempre fue el poder, y no nosotros que no le teníamos porque estábamos obnubilados creyéndonos reyes de un territorio de la conciencia inexistente. Casi derrotados, nuestro cuarto enemigo se hace con nosotros cobrándonos el tributo de los otros tres: la vejez. Pues ésta adviene sólo cuando ya no hay marcha atrás para luchar contra el tamaño error de haber confiado en los tres enemigos anteriores. No queda tiempo ni energía, nada más aceptar la derrota que, sobre nosotros, ha logrado la naturaleza y su sabiduría intrínseca.
Por todo aquello, Don Juan nunca se dejó vencer por impulsos fatalistas y frente a esta descripción magnánima de la vida, sino que nos habla más bien de que frente a este paso el verdadero poder emerge frente a nuestros ojos, y nos damos cuenta de que éste, siempre había sido el de poder vencerse a uno mismo. El hombre de conocimiento, nos deja ver Castaneda casi al final del libro en palabras de Don Juan era aquél que logra ahuyentar, aunque sea por momentos, al enemigo invencible por sobre todos, a la vejez: al estado biológico que por definición lapida las esperanzas del hombre, que si se es hombre de verdadero conocimiento, palidece frente al espíritu elevado que tiene en frente, mientras se rompe su poder conceptual y se eleva su significado místico de conocimiento, siempre más profundo y poderoso que los determinismos de lo biológico o los mandatos de la razón.