Tiempos de cambios

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Resultaba poco probable que me quedara callada con mi pregunta. No sólo porque en ese entonces era una niña inquieta sino porque no solía hacerlo… de hecho, creo que a pesar de casi tres décadas, no suelo hacerlo. Maestra, ¿por qué Porfirio Díaz fue tan malo si hizo tantos trenes y edificios bonitos? Recuerdo los ojos de mi profesora de primaria comentando que no necesitaban decir más. No había espacio para la respuesta y mi curiosidad se quedó suspendida en el silencio… no así en la vida. Tiempo después, esa niña regordeta se había convertido en una mujer que portaba en el brazo un título de Maestría en Historia con una investigación nominada a los Premios INAH sobre La modernidad y el Porfiriato.

Porfirio Díaz ha sido el único hombre que ha heredado, aún en boca de sus detractores, su propio nombre a los periodos de la historia mexicana. El Porfiriato, el cual abarca de 1876 a 1911 está delimitado por la ascensión y derrocamiento como presidente y dictador de México. Un periodo que no sólo refiere a la permanencia del poder sino a profundas transformaciones en la vida mexicana, como paso a la modernidad: el surgimiento de la clase media, la secularización de la vida pública, la inserción de la mujer en la vida laboral y universitaria, la industrialización del país y la configuración de un México, justamente moderno. Sin embargo, tampoco debemos cegarnos en la mirada del tiempo: esas transformaciones implicaron nula libertad política, estricto control en las normas de conducta, acciones maquiavélicas contra grupos enemigos y el engrosamiento de quizás, el mayor de los males en México: las brechas que dividen a los pobres de los ricos.

El fin del Porfiriato fue marcado por la recién conmemorada Revolución Mexicana. La más grande filia o fobia del corazón del mexicano. Nada más se necesita visitar el Monumento a la Revolución en la Ciudad de México, donde todos los que alguna vez se odiaron están enterrados juntos, en un monumento que retomó la construcción del que debería haber sido el nuevo Palacio Legislativo.  O quizás observar las manifestaciones de alegría y también de denuncia que logra convocar una columna con la victoria alada, mejor conocida como el Ángel de la Independencia, emblema por excelencia de la gloria porfiriana. Se construyó el discurso del odio ante Díaz, pero son sus obras, las que permanecen.

Hace años, en un invierno parisino que peleaba con mi abrigo para hacer temblar mis piernas, los pasos me llevaron al cementerio de Montparnasse. No obedecía a una casualidad, pues mi madre y yo, bien queríamos llegar a ese lugar y de ahí que nuestro día hubiera sido planificado con la ruta específica. Al llegar, el vigilante nos escuchó hablar en español y entrometiéndose acomedidamente, nos dijo: le mexican?… Oui, monsieur, on cherche le président mexicain y así era, buscábamos al presidente mexicano, o más bien, el antiguo presidente. Y ahí llegamos, a un mausoleo, no grande, tampoco pequeño, pero que se caracterizaba por tener muchos papeles en español y colores en referencia a la bandera mexicana. Ahí reposaban los restos, no sólo del dictador Díaz, sino del general Porfirio que había dado la victoria en el campo de batalla a Juárez contra los franceses y quien siempre sentiría un gran recelo por el gobierno estadounidense y sus interferencias en la política interna de México. Sus enemigos quizás conocieron tan bien sus debilidades que le aseguraron su peor muerte: lejos de México.

Si observamos al detalle la Historia de México nos percataremos que el exilio de Díaz no fue la solución a, lo que parafraseo de uno de los títulos que se publicaron en el ocaso del Porfiriato, los grandes problemas de México. Relativamente, la lucha contra Díaz solo duró de noviembre de 1910 a mayo de 1911, cuando el presidente presentó su renuncia. Y en realidad, las batallas más cruentas y literalmente trágicas se vivieron años después. Lo cierto es que la leyenda negra del porfiriato que incluso había nacido en las postrimerías del régimen, se convirtió en el gran discurso del nuevo grupo en el poder, para legitimar la revolución, la misma, que se había institucionalizado. La Revolución Mexicana se convirtió en un poema de los muros o las lágrimas de una novela, con los estereotipos que, con cuidado y dramatismo, bien presentara el cine mexicano de mediados de siglo XX. Ni que decirse de los museos… como parte de mi estudio comparativo para mi tesis de licenciatura sobre el Museo Nacional de Historia, en el primer discurso curatorial del museo, se hacía referencia al periodo como una etapa de feudalismo debido a los latifundios de la tierra; sin embargo, para el 2003, la percepción había cambiado, ahora se trataba del camino hacia la modernidad.

El neoporfirismo o esta nueva lectura sobre el Porfiriato y que no siempre impera en las elites de historiadores en México, se dio a finales del siglo XX. En gran parte, por el surgimiento de nuevas generaciones de historiadores que miraban a Porfirio Díaz, no con los ojos de la Revolución, sino desde la perspectiva de su contexto. También, y aunque parecerá un poco absurdo si se olvida el papel que tuvieron las telenovelas en la sociedad mexicana y sus percepciones, la producción de corte histórico El vuelo del águila que retrataba en el televisor la vida de Díaz con grandes actores y actrices en el elenco, ayudó a la causa popular. Hoy por lo menos, existen posibilidades de investigación para aquellos que desean reconstruir el pasado de la época desde la óptica que más le parezca prudente; sin embargo, los tiempos del ayer, suelen ser los tiempos de la política y dependiendo de los intereses del régimen, se ha construido la lectura polémica o no, del General Díaz y su gobierno.

Decidí estudiar el Porfiriato, no por el silencio de la maestra de primaria, más bien por el cuestionamiento de aquella niña que acompañaba a sus papás a los hermosos paseos por los monumentos de la Ciudad de México. Y, afortunada ha sido mi decisión, porque me ha permitido conocer, lo bueno y lo malo de la que, sin duda, considero una de las etapas cruciales para entender al gran México, en sus problemas y también sus aciertos. Encumbrar a Díaz sería tan erróneo como culparlo. Entenderlo en su contexto, aunque parece aún romántico e ingenuo quizás se acerque a lo que él habría querido: Espero, señores diputados, que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas. Con todo respeto.