Toluca negra
El título podía tener una doble acepción: Toluca en la que lo oscuro, oculto del modo de ser no ha dejado ver la otra gente que somos y Toluca de La Negra, su más famoso meretriz.
Casi no se ha dicho. Reafirmando el signo distintivo de los habitantes de la ciudad, su otra cara no se sabe, no aparece en letras, en fotos, aun habiendo sido y existido.
La Negra, Fernanda, El Centro Camionero… lupanares de rompe y rasga que coloreaban intensamente el lienzo negro de unos entes hieráticos con doble moral, con máscaras de yo no fui y que de pronto aparecían de jadeosos quierosexo en las noches de Tollocan
Riacatan. Tán, tan. El danzón revolotea en el salón ubicado siempre en las orillas. Dentro, desde el alto funcionario hasta el limpiabotas soltando lana, desgranaban verbos y regaban semen sobre apetecibles jovencitas generalmente reclutadas en Michigan (Michoacán).
Y dentro del congal, Genaro y Danny gozan y padecen el fascinante mundo interior: Lulú era famoso. Era el mujercito que te recibía en la entrada del lupanar, mil usos, coqueto, dócil presa de improperios y bromas pesadas.
Lulú, era con un pintarrajeado vendedor de pepitas, el par de audaces lunarcitos en un mundo de espantadez a lo pendejo que hacía ocultarse a quienes militaban en ese bando. Dos caras que se volvían una hasta con los que escribían al respecto. Un connotado poeta, expresó: Mis labios no se han manchado con el sabor del tabaco, con una copa de licor o con los labios de una mujer.
Y luego la democrática procesión de personajes que asistían a los lugares de asignación: judiciales, funcionarios, eruditos maestros estatales y de la naciente universidad, comerciantes, abogados, obreros… un verdadero muestrario del género humano masculino de la ciudad.
Y aquí aparecía el otro. Si en la fiesta del Club Rotario acompañado de la elegante y seriecísima cónyuge apenas si movía los pies, aquí el respetable lic con cinco cubitas encima bien que imitaba los bailes de Resortes uno de los cómicos de moda.
Y ese otro aparecía azas, prepotente, según el puesto que ostentaba:
– mándame a la pinche negra, porque esto no es coñac.
Y La Negra, cabrona, voz de trueno, siempre con influencias de arriba y más arriba, nunca se dejó amedrentar:
– Si te parece licenciado, si no, te vas derechito a chingar a tu madre.
Buena también para el trompón, la señora Reséndiz, sabía imponerse:
– ¡Y dile a tu patrón al pinche procuradorcito que no se haga pendejo en lo que quedamos!
Los congales tolucos además de sexo, música, alcohol y madrazos eran ideales para soltarse el pelo y con alguito de dinero, encontrar un lugar democrático y liberal que no te daba el mundo real.
Ciudad pequeña con conocimiento de quien es quien, llegabas al baile de coronación del club de Leones con traje cortado en abonos y con alma contrita dispuesto a triunfar en una lid casi imposible: A ver si hallo con quien bailar.
Con avisada derrota, veías las mesas –dejando libre la pista central– pobladas, como diría el redactor de sociales, con la flor y nata de nuestra mejor sociedad.
Y era curioso el pretendido empalme hombre-mujer: la dama sentada, tenía el privilegio de escoger. El caballero pedía, con la mano al frente y una palabra nomás: ¿Baila?
El, No, gracias sonaba a derrota, a contigo no quiero, a vete, plis, pero ya y déjame el campo libre para que venga mi galán.
Y otra vez de cero a comenzar. Porfiado haciendo de tripas corazón, al quinto NO, la cantina del baile era el mejor lugar.
Pero aquí con La Negra o Fernanda, no. Aquí había siempre con quien bailar y hasta pernoctar. La cuzca media peda te daba changüí: “So-oy de zi-ta-cua-ro, pues ¿Tieness$? Bai-lo-comoo chi-nga-no y el dulzón bolero de Luis Arcaraz o el movido danzón te impelían sin bronca, hasta nalga tocar.
Y luego luego, ¿cuánto? La palabra más socorrida, más usada ¿Cuánto? Y a veces ahí mismo o poniéndole alguito de amor, –primero unos taquitos y en la cervecita me platicas más de ti, y con conocimiento mejor–, pues ni modo, vamos a navegar en prestadas sábanas dizque blancas y dejar alguito de semen y amor.
Los congales, eran –a contrario sensu de ciertos gazmoños y espantados tolucos–los farolitos de luz que alumbraban las noches sin chiste, combatientes de la flema del hipócrita vivir y su pecaminoso proceder, en enorme letra C atraían al toluco atado por la circunstancia, metido en el dogma religioso y vividor de dos modos de ser:
En una fiesta familiar la señora confundida por su esposo ahora excelente bailador le comentó a su comadre:
– Yo no sé dónde aprendió a bailar mi viejo que cada vez que termina una pieza me mete un billetito de a cinco en medio del brassier.
La sociedad y el decimonónico clero dictadores de usos y costumbres prohibían mientras el Cine Coliseo mandaba gasolina al fuego: Con quien andan nuestras hijas y Juventud Desenfrenada. Y el cine italiano en el Justo Sierra con cintas de Gina Lollobrígida, Sofía Loren y Silvana Mangano –Mangazo– representaban un pasaporte al infierno ¿Y qué les parece ver a Marga López lagrimeando porque una hija va tener un hijo sin casarse?
Con esto y más los noviazgos eran un complicado ritual: primero era ver quién era el pretendiente, de que familia venía y a que se dedicaba, luego ser novio oficial, con derecho a tomar cafecito y galletas dentro de la casa y finalmente la pedida de mano.
Y en el trayecto, cuidado con mandarte, con tener relaciones sexuales y menos embarazar a la chica. Eso era pecado. Y ahí los ves, repegados en el oscuro quicio de un zaguán, calientísimos y antes de caer en las trampas de Satán los noviecitos santos se despedían y ahora a ver como se bajan la calentura.
– Se va a acabar con puros calentones, como el cautín. Decían del miembro viril. Por eso y por lo general después de ver a la novia, vamos con La Negra mi general.
Y otra vez la copita, la música, la medio plática con la casi analfabeta suripanta. Por eso Genaro defiende a su reciente amiga.
– ¿Sabes qué?, pinche Danny, no la quiero para conferencista. Y ahí mismo descargar el semen que se quedó atorado y que nunca sería para la infeliz Hilda.
Y todo en secreto mi señor. Una aventurada aseveración diría que ese, ese precisamente era el bautizo sexual.
El cuarto mortecino, las sábanas pulgosas, con la oscuridad ocultando la mugre y aunque la cerrada de puerta diluía las alegatas y el movido danzón, primero era pagar; luego las fichas contar –todo costaba– y la dama pues cuenteando hacerle a un realista modo de amar.
Esas noches no tan negras que luego en corrillos casi secretos de caballeros eran contadas con pelos y señales y literalmente con ciertos vellos recuerdos y almidoncitos en el chon.
¡Esas noches! Quitando lo pecaminoso, eran de intensísimo fulgor y a veces jugándote la salud y la vida, pues del diario se suscitaban chingadazos por razones baladís y luego –sin el uso del condón– ¿Qué crees ya se me hincho el aparato y al orinar me arde. – Ni modo güey, ve al doctor.
Las noches de congal, consuetudinario lugar de sexo, broncas, lana y alcohol. El otro rostro de ciertas gentes de ese mítico pueblote.
¿Cómo la ven?