Tres poemas a la madre
GUISEPPE UNGARETTI
(Alejandría [Egipto], 1888-Milán, 1970)
LA MADRE
Y cuando el corazón de un último latido
Haya hecho caer el muro de sombra,
Para conducirme, Madre, hasta el señor,
Como una vez me darás la mano.
De rodillas, resuelta,
Serás una estatua ante el Eterno,
Como ya te veía
Cuando estabas aún en la vida.
Alzarás temblando los viejos brazos,
Como cuando expiraste
Diciendo: Dios mío, heme aquí.
Y solo cuando me haya perdonado,
Te entrarán deseos de mirarme.
Recordarás haberme esperado tanto,
Y tendrás en los ojos un rápido suspiro.
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SALVATORE QUASIMODO
(Sicilia. 1901-Nápoles, 1968)
QUIZÁS EL CORAZÓN
Se hundirá el olor acre de los tilos
en la noche de lluvia. Será vano
el tiempo de la dicha, su furor,
su mordisco de rayo que explosiona.
Apenas queda abierta la indolencia,
el recuerdo de un gesto, de una sílaba,
pero como de un vuelo lento de aves
entre vanos de niebla. Y aún aguardas
no sé qué cosa, mi extraviada; acaso
una hora que decida, que recuerde
el principio o el fin; similar suerte,
- Aquí negro el humo de los incendios
seca aún la garganta. Si lo puedes,
olvídate de aquel sabor de azufre
y el pavor. Las palabras nos fatigan,
rebrotan de una lapidada agua;
quizás nos queda el corazón, quizás…
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CÉSAR VALLEJO
(Santiago de Chuco [Perú], 1892-París, Francia, 1938)
Trilce XXIII: Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos
pura yema infantil innumerable, madre.
Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente
mal plañidas, madre: tus mendigos.
Las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto
y yo arrastrando todavía
una trenza por cada letra del abecedario.
En la sala de arriba nos repartías
de mañana, de tarde, de dual estiba,
aquellas ricas hostias de tiempo, para
que ahora nos sobrasen
cáscaras de relojes en flexión de las 24
en punto parados.
Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo
quedaría, en qué retoño capilar,
cierta migaja que hoy se me ata al cuello
y no quiere pasar. Hoy que hasta
tus puros huesos estarán harina
que no habrá en qué amasar
¡tierna dulcera de amor,
hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar
cuya encía late en aquel lácteo hoyuelo
que inadvertido lábrase y pulula ¡tú lo viste tánto!
en las cerradas manos recién nacidas.
Tal la tierra oirá en tu silenciar,
cómo nos van cobrando todos
el alquiler del mundo donde nos dejas
y el valor de aquel pan inacabable.
Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros
pequeños entonces, como tú verías,
no se lo podíamos haber arrebatado
a nadie; cuando tú nos lo diste,
¿di, mamá?