¿VOTAR O NO VOTAR?

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Ante todo un renacentista. Practicaba la pintura, ejercía la ingeniería como sabio pitagórico (fue inventor de la tridilosa, mecanismo estructural para las construcciones), fue líder en el movimiento estudiantil de 1968, lo que le ocasionaría permanecer preso durante tres años. El ingeniero Heberto Castillo aprovechó ese lapso para imaginar un movimiento nacional de organización política. Se denominaría Comité Nacional de Auscultación Organizativa (CNAO), pretendiendo constituirse en partido político, como lo fue el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT). Su primera consigna, una vez constituido, fue “No votes”, dado que la estructura electoral estaba totalmente controlada por el gobierno de entonces; o sea, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez. 

     Con el tiempo Castillo Martínez se convencería de que ese propósito era un desatino. Así que llamaría a participar en las urnas, él como candidato a la presidencia, en el ya fusionado PSUM (con el Partido Comunista), legando su participación electoral a la candidatura del también ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, y lo que devino en aquellos comicios de 1988. Pregúntenle al secretario de Gobernación de entonces, apellidado Bartlett. 

     A partir de entonces esa ha sido la cuestión central de los ciudadanos y la naciente democracia mexicana: votar o no votar. Sí, ¿para qué? …después de todo es la misma gata pero revolcada. 

     En estos 33 años han ocurridos cosas. De los partidos “paleros” de aquel entonces —PPS, PARM, y para algunos el propio PAN— a los partidos hoy contendientes, han transcurrido ya dos generaciones de ciudadanos, muchos de los cuales desconocen el trasfondo de lo que fue el movimiento democrático estudiantil de 1968. Hay partidos de todos los colores y casi todas las ideologías… nacionalistas, conservadores, pseudo ecologistas, de tendencia cristiana, corporativistas, de izquierda y otros más o menos de inspiración populista. No pretenderemos dar una lección de santidad electoral, aunque sí mostrar que el panorama es bien variado y mueve a confusión. 

         El abstencionismo implica en el fondo un complejo narcisista. “Piérdanse de mi gracia… al fin que ni quería”. O quizá una cuestión de inhibida moralidad… “¿ya ven, el candidato resultó un descarado saqueador? La culpa es de ustedes, que votaron”. Así que la pureza cívica que proporciona la abstención es algo más que arrogancia platónica. “Al no participar en el cochinero electoral, me he salvado. Viva mi pureza”. 

         De pronto la ciudadanía olvida le esencia de los partidos, que es ésa: representar una “parte” de la sociedad; una tendencia, un objetivo social, una promesa comunitaria. Y como lo estudiamos en el bachillerato, una parte no es el todo, como lo pretendieron, en su momento, los partidos totalitarios (nacional-socialistas, comunistas, fascistas), porque todos somos distintos y pensamos diferente, aunque eso sí, “semos iguales”, como lo subrayaba Cri-crí en sus estrofas. 

         La democracia mexicana no es tan mala. Funciona bien y hasta roza en la exageración. Los organismos cívicos ideados hace veinte años (el IFE, el INE) son ejemplos internacionales de participación y equidad. Lo que no ha funcionado son los gobiernos, que es otra cosa. De ahí que el ejercicio parcial de reelección que estamos viviendo no sea del todo condenable. Los buenos gobernantes merecen una segunda oportunidad, los malos deben ser castigados con nuestro voto en contra. Ya lo dijo Winston Churchill en su momento: “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás”. O sea, no de otra.  

Los partidos están conformados por individuos como nosotros mismos, que distamos mucho de ser ángeles. El ser humano es ambicioso, cruel, envidioso y mezquino, aunque manifieste lo contrario. Y los partidos políticos, por cierto, están integrados por seres humanos, y no podemos aspirar a ser gobernados por los marcianos, ni por la madre Teresa de Calcuta, que fue una y única. 

         En ese muy defectuoso plano cívico, no nos queda más que votar. Como lo previó el ingeniero Castillo, luego de la gran marcha que emprendió en 1968.