Aída de Francesco Verdi: Sobre lo que occidente dice que es Oriente. (Segunda Parte)

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Hablábamos, como diría Ramon Pla de un buen ejemplo de arte pompier. Tiene que ver con ese tipo de arte que para ser brillante seguía esquemas historicistas y retóricos del romanticismo en plena época realista. Sin embargo, este Verdi de la madurez es demasiado excepcional para que el kitsch y las carnavaladas decadentes en las que llegó a convertirse la puesta en escena de Aída puedan derrotarlo. Inclusive La Marcha Triunfal, el fragmento estelar de los discos publicitados, que como decía con ironía Terenci Moix, eran de música clásica para los que odian la música clásica, parecería que distaba mucho de ser una simple y llama exhibición de vacuo colosalismo escénico. Esa confluencia de los fastos de la realeza, el clero, la milicia y las ambiciones de Radamès, todo ello en contraposición al lamento de los vencidos y la furiosa irrupción de Amonasro, león acorralado cuyos rugidos llegan a imponerse al pleito sentimental de Amneris y Aída, resulta profundamente emocionante. Sin embargo, aquel barniz pompier tampoco se puede negar.

Verdi entendió Aída como una ópera de cuatro actos en los que se expresaba un amplio despliegue escénico, tanto de vestuario como de efectos especiales y grandes coros. Verdi logró en Aída  concentrar de manera extraordinaria lo grandioso y lo íntimo en un relato de guerra y amor. No olvidemos que el argumento gira alrededor de Aída, una princesa etíope, que es capturada y llevada a Egipto como esclava. Mientras tanto un comandante militar, Radamés, lucha al dividirse entre su amor por ella y su lealtad al Faraón. De esta manera es que empieza un triángulo amoroso, pues el tal Radamés es objeto del amor de la hija del Faraón, Amneris. Sin embargo, hay que señalar que sus captores no tienen idea de que Aída es en realidad la hija del rey etíope Amonasro, sí, aquel que se encontraba invadiendo Egipto para liberarla. Por tanto, la guerra está servida y el Rey de Egipto proclama a Radamés como el hombre elegido para liderar el ejército en el frente de batalla y enfrentarse al padre de Aída. Podemos comentar como parte importante de la historia que el final de Aída es un buen ejemplo para adentrarnos en el tema de la muerte. Inclusive muchos críticos y estudiosos han dicho que se trata de uno de los finales más sublimes y mágicos de la historia de la ópera.

Hay que decir con gran seriedad musical que Verdi consigue de manera magistral una combinación entre humanismo y humanidad, y más impresionante aún, lo hace a través de la exploración de la muerte. Este logro sublime tiene que ver con el decrescendo musical y además con una importante carga dramática que se asemeja a la muerte próxima de los protagonistas. En una ópera que se caracteriza por sus marchas, gritos e intensidad musical, otro momento de decrescendo es el del aria principal del tenor, Celeste Aída, cantado al principio de la ópera. Esto tiene que ver con que su estructura, tras las frases iniciales, está centrada sobre el decrescendo, con el que además debe cerrar el tenor, por cierto, se trata de una destreza complicada que pocos tenores son capaces de dominar, Pavarotti sería un buen ejemplo. Toda la ópera sigue esta estructura, pasando de momentos explosivos a momentos serenos. A partir de la letra de Celeste Aída nos podemos inmiscuir en el pensamiento ilusorio de Radamés, que lo separa de la realidad, que está representada por Aída: Celeste Aída, forma divina, mística corona de luz y flor, de mi pensamiento eres la reina, de mi vida eres esplendor. Tu hermoso cielo quisiera devolverte, las suaves brisas del suelo patrio, poner sobre tu cabeza una corona real, erigirte un trono cercano al sol. Entonces Radamés imagina un mundo idílico, casi de naturaleza celestial, pero lejos de una realidad terrenal, en la que por supuesto no puede ser el amante de Aída, ni mucho menos hacerla reina.

Desde el comienzo, Radamés ignora su realidad y su destino. En el tercer acto, después de que Aída y su padre tienen un enfrentamiento, Radamés aparece con otro tema musical, que evoca, en su alegría y esperanza, la realidad a la que Aída se está enfrentando. Se trata este de uno de los momentos más crueles e irónicos en la historia de la ópera. Acá recordamos el momento del segundo acto de La traviata en que Violetta, tras hablar con Germont y aceptar su terrible destino, debe fingir felicidad frente a un Alfredo desconectado de la imposibilidad de su relación. Sin embargo, en el caso de Aída, es hasta el final, ya en la tumba, cuando ambos personajes se reconcilian con la realidad de su inminente muerte.

Edward Said, en un artículo de 1987 sobre Aída, argumenta que como en otras óperas de Verdi, Aida es sobre un tenor y una soprano que quieren hacer el amor, pero que son detenidos por un barítono y una mezzo. En este sentido, el amor llega en el momento de la muerte, y podemos pensar en el final de Aída como la consumación de un matrimonio fúnebre. Si analizamos el tercer acto de forma más detenida, encontramos conexiones entre este tema y la narrativa de Aída. A diferencia del resto de la ópera, que acontece en palacios o frente a estructuras grandiosas, en el tercer acto la escena ocurre afuera del templo de Isis, junto al Nilo. Isis, la madre arquetípica y diosa del nacimiento, la fecundidad y la maternidad en la mitología egipcia, es también aquella que recupera y reconstituye el cuerpo de su esposo y hermano Osiris para poder embarazarse de él. Aida, como Isis, también se reencuentra con Radamés, quien ha sido condenando a morir, y quien la ve como una diosa.