EL ÚLTIMO BUSCADOR DE TESOROS

Views: 1677

…Ahora recuerdo esas voces de viejas que en mi niñez me contaban cuentos de invierno

Y me hablaban de espíritus y de fantasmas que se deslizaban en la noche
Alrededor del lugar donde se oculta un tesoro.

Los Buscadores de tesoros. Washington Irving

Las historias de tesoros son reales, así empieza la bitácora personal de Don Guillermo Muñoz Marrou, arquitecto de profesión, arqueólogo, astrólogo y buscador de tesoros por vocación. El último buscador de tesoros, peruano, también es real y sabe todo lo que hay que saber, sobre pecios –valores entre los restos de naufragios– y tapados –valores escondidos en la tierra–.  Todo arranca con la identificación de una anécdota, narración,  crónica, comentario o cuento. Todo es válido para iniciar, luego viene la fase de la verificación de los hechos. En esta etapa, el corazón se acelera…

 

A Don Guillermo, no lo podríamos llamar cazatesoros, pues su meta no es la riqueza material sino el rescate de la historia y sus protagonistas; y ha tomado la misión de resarcir, simbólicamente, el expolio de nuestro pasado. Su cuaderno, Herencia Ancestral, detalla historias sobre tesoros cuya ubicación conoce y no ha reclamado. Por eso, es considerado el último buscador, un cazador de leyendas, un protector del milenario legado que el destino decidió guardar en casa, oculto por capas de tierra, mar y leyenda; y duerme, a la espera de los predestinados porque, ¿sabes? sus guardianes no lo entregarían a cualquiera; ellos perdieron la vida en diferentes formas y épocas, para custodiar con el propio espíritu tal fortuna y, ¡ay, del incauto que ose tomarla sin permiso! Si existe aquí un límite, entre el mito y la realidad, se ha mostrado –desde siempre– muy difuso.

Los buscadores y los optimistas, comparten una visión: ven el cofre medio lleno. La otra mitad, late en el corazón de cada uno ¡Tan distintos son los tesoros que cada quien espera hallar! En ese cofre, conviven proyectos, miedo, éxito y fracaso. Ya ves… algunos persiguen joyas o un lugar en la historia, y otros, como Don Guillermo, un propósito altruista de vida. Y allá van, con el mapa y los sueños retratados en la mirada, hurgando entre el secreto y la maravilla; con la ropa, la piel y el espíritu, cubiertos de barro, arañazos e ilusión.

El impulso por buscar lo que está oculto es parte del ser humano, casi tanto como lo es el instinto de supervivencia, en una tribu. Este sería el origen de los relatos que, desde tiempos pretéritos, han asombrado e inspirado a generaciones y muchas veces, detienen lo esencial: nuestro tiempo, para oírlas. ¿Por qué nos gustan tanto las historias de tesoros? ¿Empatía? ¿Deseo de logro? ¿Qué piensas, tú? Me aventuraré con una respuesta: encontrar el tesoro es la promesa y la mayor apuesta de nuestras vidas.

Quiero contarte que hace unos minutos, mientras escribía estas líneas, el último buscador de tesoros, partió a la eternidad. Ha desencarnado en la misma fecha en que profetizó, se iría: obra del destino, sin duda, él no creía en la casualidad. Nos deja su pasión, su peculiar visión de la vida, el eco de sus carcajadas francas y 87 años de amor, magia e historias.

 

¿Te gustaría oír alguna? ¿Qué tal si él mismo te la cuenta, con ese estilo auténtico que nos cautivó desde niños?  Hay seres que son en sí mismos, un preciado tesoro.

EL CURACA

Era un día domingo, si mal no recuerdo, allá por el año 1978. Viajaba en mi camioneta por la quebrada del río Lurín solo acompañado por mis pensamientos. La ruta, en aquel entonces, era bastante accidentada. […]

Mientras conducía, logré distinguir entre los cerros un muro peculiar. Su altura y estilo arquitectónico no eran modernos, por el contrario, coincidían con las técnicas empleadas en el antiguo Perú. Obligado por la curiosidad, salí del camino y me adentré en una trocha que dirigía hacia el prominente muro de características prehispánicas.

Al llegar al lugar, bajé de mi camioneta y descargué mi equipo de trabajo: detector, pico-pala, unos caramelos, hojas de coca y un poco de aguardiente, por si lo llegara a necesitar.

Escalé sin mayor reparo un pequeño promontorio y logré contemplar unas ruinas que habían sucumbido al paso del tiempo y del olvido. Sin embargo, pese a su deterioro y antigüedad, estimé que se trataba de alguna construcción preinca. […]

Podría encontrarme frente a un tesoro. […]

En alguna oportunidad, tuve la suerte de tener entre mis manos una pequeña parte del botín descubierto por los hermanos Bernal en el norte del Perú. Un solo costalillo de tres que extrajeron de una importante tumba y que, por cosas del azar –o no– llegó a manos de un comerciante amigo de mi fallecido cuñado Jorge. […]

Recuerdo que mi cuñado me llevó con los ojos vendados al encuentro con su amigo. Por fin, al retirar las vendas que obstruían mi vista, el brillo del oro y joyas me dejó perplejo. Un tesoro incalculable que recuerdo muy bien. […]

Estos recuerdos se disiparon con el sonido del detector de metales que ya estaba funcionando. Exploré todo el espacio del dormitorio y grata fue mi sorpresa cuando, cerca de la esquina de la habitación, el aparato empezó a emitir la señal característica del oro.

Mis herramientas y yo estábamos ansiosos por descubrir qué se escondía debajo. Primero tracé un círculo protector de dos metros de circunferencia para alejar a todos los seres inferiores (duendes, gnomos, sílfides, espíritus, demonios, etc.) y luego empecé a excavar.

Luego de un rato, había logrado un círculo de metro y medio de profundidad y fue entonces que choqué con una gran roca que obstruía todo mi espacio de trabajo. En este punto el cansancio me pasaba factura. Sin dar un paso atrás empecé a bordear la gran roca, saliendo accidentalmente del círculo de protección que había trazado previamente.

Un azote incomparable cruzó mi espalda acompañado de un grito estridente. Golpes, similares a los de un látigo, empezaron a recorrer mi cuerpo sin previo aviso y, mientras me retorcía del dolor incesante, caí a la tierra bruscamente.

Con la cabeza al ras del suelo, logré percatarme de mi gran error. Apenas podía respirar, no obstante, mi sangre se inundó de adrenalina y empecé a deslizarme. Avancé lentamente sin que cesara el dolor hasta llegar al borde de la excavación. Fue entonces que me dejé caer como un pesado fardo de 80 kilogramos.

Mi espalda quedó tendida sobre la gran roca maciza en el fondo del pozo que había excavado. Aún no recuperaba el aliento cuando me percaté de que el dolor había desaparecido por completo. La señal fue clara, no debía continuar con la excavación.

Me incorporé, tapé el pozo que había creado y coloqué sobre él los caramelos, hojas de coca y la botella de cañazo como ofrenda de paz a los seres inferiores que custodiaban dicho lugar y que me habían atacado previamente por mi curiosidad. Esta ofrenda también serviría de advertencia para otros exploradores, ya que podrían quedar atrapados en aquel sitio por toda la eternidad.

Recogí las cosas, llegué a mi carro y con la felicidad de aún estar en este mundo regresé a Lima y olvidé, hasta ahora, esta aventura.

***

Decía Borges: Solo una cosa no hay. Es el olvido.  No te olvidaremos.

Te invito a leer las memorias completas, del último buscador de tesoros, en:

https://www.wattpad.com/1255883925-herencia-ancestral-memorias-de-un-buscador-de