Elementos
Habiendo terminado su lechita con chocolate y su bolillo remojado, el señor Aurelio se dispuso a ir a sus aposentos. Todo estaba tranquilo; como de costumbre el solía decir, cuando antes de apagar la luz de su lámpara, escuchó los ladridos del negro (su guau guau) que casi nunca emitía ruidos, puesto que siempre fue muy flojo y ya era muy viejo.
Aaachis-achis – dijo para sí, mientras con mucho trabajo se levantó de su cama. Al abrir la puerta de entrada de su casa, con mucha curiosidad y un poco de miedo, una corriente de aire soplo tan fuerte que lo aventó hasta el sillón de la sala, sentadito quedó Aurelio y pálido pálido como si hubiera visto a un fantasma. Por suerte, no se nos murió del susto, pero sí quedó asombrado de lo que había acontecido. El negro ya no ladraba y para cuando él había recuperado el aliento, ya no había más corriente de aire.
No sé cómo llegó a su cama después porque me quede dormida, pero lo que sí sé es que al día siguiente no tardó en contárselo a su vecina Chuy. Chuy ha sido su amiga por largo tiempo y es una de las pocas personas a las que Aurelio le tiene confianza, bueno, más bien era la única persona que lo aguantaba. Se dice que él es un viejo quejón y que no entiende razones, así que nadie se mete con él para no tener que estar alegando, y no hay quien quiera ser su amigo porque tampoco él se deja querer. Así pues, andaba en el chisme con Chuy exagerando los acontecimientos de esa noche. La mujer estaba restregando su ropa en el lavadero y, de vez en vez, soltaba un mmmju o un aja. La señora Chuy nomas volteaba a ver el cerro de ropa que le faltaba por lavar y hacia los ojitos de huevo cocido porque sabía que hasta que ella terminara de lavar, el señor Aurelio pararía de hablar.
Pasaron unos días después del viento fuerte y Don Aurelio se sentía raro, como si le faltara algo. Una sensación de ligereza, pero al mismo tiempo de pérdida. Esa mañana se fue por sus tortillas porque se había preparado unos huevitos a la mexicana. Al regreso, se encontró con el delegado y algunos comisarios del agua, mismos que le comentaron su nula participación en las faenas y en las cooperaciones voluntarias que debía por las fiestas patronales, etc, etc. Cuando terminaron de decirle, aquellos hombres dieron un pasito hacia atrás, casi imperceptible esperando la respuesta de Aurelio, ya se la sabían. El señor Aurelio, al abrir la boca (imaginen eso en cámara lenta con un close up) no pudo articular una sola palabra, pero cerró sus ojos por unos segundos, después, terminó diciendo:
– Mañana me pongo al corriente pues.
Esa noche, los delegados, echaron cuetes*.
Al día siguiente, hacía una linda tarde y Don Aurelio admiraba su terrenito sembrado en el que había puesto todos sus ahorros y por el que se peleó con su hermano quitándole la mitad de lo que le correspondía. Entonces, unas nubes negras rodearon el lugar, todo el mundo se metió a sus casas incluyéndolo. Se venía una gran tormenta quien sabe de dónde. Cayó el chaparrón y Don Aurelio nomas tragó saliva al ver, desde su ventana, que el granizo destrozaba su sembradío. A la mañana siguiente el terrenito inundado, todo caído, curiosamente sólo pasó en su casa. Admirados todos por lo acontecido, lo fueron a visitar, andaban asombrados y preocupados por Aurelio, lo encontraron triste, casi llorando. Su vecina Chuy, junto con otros vecinos le ayudaron y, por primera vez, la aceptó.
Habían pasado ya unas semanas, las cosas iban mejorando para Don Aurelio, hasta los pajaritos se posaban en las ramas del mezquite que tenía al lado de su casa. La tierra de nuevo estaba sembrada gracias a la cooperación de las gente con las cuales Aurelio peleaba mucho además de ser muy grosero; sin embargo, el viejito, no entendía aún algunas cosas.
La época de la cosecha había llegado, era momento de recolectar lo que la tierra había dado, y si era posible, compartirlo. No tardó el señor Aurelio en vender todo a sabiendas que se le había pedido que pudiera cooperar con algo para la boda de la hija de doña Chuy. Ese día se encerró en su casa y no le abrió a nadie.
Se comentaba en el pueblo sobre Aurelio, ya ni la friega, unos decían. Parecía que no tenía remedio.
El pueblo se quedó sin luz un par de días así que regresaron a la luz de las velas, muy romántica la cosa. Don Aurelio que lo invadía una cierta vergüenza, pero era terco como las mulas, no pudo pedirle a Chuy nada, no tenía velas y le daba cosita ir a la tienda. Así que se quedó un rato sin más luz que la de la luna y eso, nomás un rato, porque después la tapó una nube. Un vecino contiguo había prendido su fueguito muy cerca de unas ramas secas que tenía Aurelio en su terreno, de pronto, el fuego comenzó a expandirse, el vecino trató de apagarlo, pero no pudo, los demás salieron al ver las llamas y por más que quisieron extinguirlo ya estaba altísimo– ¡pasumecha! – grito alguien por ahí. Comenzaron a llamar a l Señor Aurelio para que saliera de la casa, pero nomás no respondía. Uno de los hijos del delegado se metió por él a su casa, ya se había desmayado por el humo. No pregunten cómo pudo ese chaval flacucho, cargar a Aurelio, pero la cosa es que al final lo sacó. ¡Ay dios!
Se preguntarán: ¿y todo eso paso?, pues fíjense que sí. ¿Cómo quieres que acabe esta historia?
*dícese de los cohetones que se acostumbra echar en las fiestas de los pueblos, o cuando llueve o cuando no, cuando alguien muere, cuando hace sol o cuando se les antoja.