En ningún lado cabíamos con nuestra pelota
Bueno, es posible que esté envejeciendo. Escribir esto es como tragar alambres o algo parecido. Lo cierto es que tuve uno de esos momentos en que de pronto y luego de un plácido paseo estás parado del otro lado del lago y desde ahí puedes ver el punto en que partiste.
Regresaba de hacer ejercicio el lunes por la noche. Eso ya dice bastante; no es el cariño por el ejercicio lo que te lleva a hacerlo sino una suerte de reconciliación con el cuerpo. Como sea. Eran las 10 de la noche. La plancha de la plaza comenzaba a vaciarse: sólo quedaban los puestos de comida del centro del Degollado con uno que otro cliente. Antes los puestos se vaciaban a la una de la mañana. En eso, un balón sale volando del centro del kiosko, brincando el barandal. Lo hizo como si el kiosko fuera una maceta que diera balones.
El eco de la bola resonaba en toda la plaza en cada bote. Los niños del otro lado gritaban, ¡bolita por favor!, pero quienes estaban arriba del pequeño mirador advirtieron que el balón había seguido de largo, cayendo a unos 20 metros desde donde yo miraba la escena.
¿Hace cuánto no escuchaba el famoso bolita por favor?, pude pensar en ese momento, pero no tuve tiempo. La bola rodaba, se acercaba medrosamente a las entrañas de una banca de cemento. Los niños gritaban y al parecer yo era el único que sabía el paradero del esférico que ya comenzaba a regresar quedamente al centro de la cancha que eran dos jardineras y un poste con un farolito. Ahí fue que uno de los chiquillos gritó: ¡allá está! Otro más perezoso volvió a pedir bolita y entre ambos gritos, el corazón me palpitaba cada vez más rápido, con cierto nerviosismo.
Llegué al balón antes que el primer gritón. Intenté hacer una cucharita, pero salió algo desviada. Fue el cansancio, creo. El chiquillo esperó a que la bola llegara y me dio las gracias. El juego, con sus narraciones, se reanudó. Estaba más tranquilo y un tanto emocionado. Patéticamente emocionado. Tenía ganas de patear ese balón. Tenía ganas de patear ese balón en esa plaza a esa hora de la noche en ese sitio aparentemente prohibido en que esos chiquillos parecían no existir.
Cuando era niño, cuando mis padres tenían una tienda de abarrotes en el mercado municipal, de día, de tarde y de noche, buscábamos un lugar para jugar a la pelota. En el día, el mercado estaba lleno de puestos, gente y diableros cargando bolsas y cajas, así que íbamos al cuadrante a espaldas de la iglesia o al atrio de la misma. En las tardes, con menos gente, jugábamos en los puestos vacíos de rebozo o los campos de atrás del viejo ISSEMyM. De todos lados nos corrían. Unos chicos eran mucha molestia para todo el mundo en esa entonces ignorada ciudad.
De noche, uno a uno, volvían a casa. Todos menos yo, quien alumbrado por las vitrinas de la tienda, esperaba que mamá terminara la limpieza del negocio para regresar a casa. A solas pateaba la pelota de lado a lado encima de las cortinas cerradas de los otros negocios.
Ahí, cuando la bola se iba lejos de mi alcance, ya sea algún borracho que anduviera aún en la tienda de mi mamá o un ocasional paseante de sábado por la noche, corría del modo en que lo hice yo el lunes pasado para devolverme en las oscuras calles la pelota. Tenían aquella prisa por patear esa bola que yo tuve el lunes.
Esa idea no es nueva en mí. Mi libro que sale el próximo año inicia de ese modo, con una escena similar. Creo que yo era una persona más agradable cuando me ocupaba solamente de patear un balón. Pienso que el mundo era un mejor sitio cuando había escenas similares en cada cuadra.
Sí, era el tiempo, por supuesto, pero la verdad es que he jugado fútbol luego de eso. Pero entendí que a nosotros nadie nos dejaba jugar, que en ningún lado cabíamos con nuestra pelota y todo se derrumbó. No es un secreto que el país arde, que en esta ciudad con más notoriedad, la gente comienza a decir lo que en las grandes ciudades: ya a esa hora no se puede salir (ni a los tacos).
Hoy a nadie le importan esos niños y me gusta y prefiero ser optimista al respecto. Es eso, o de plano es el primer adiós de aquellos hermosos tiempos. ¿Sintieron eso?