Horacio Zúñiga Anaya y mi venturoso azar
Primero de 3 capítulos
La vida es un colorido caleidoscopio que a cada vuelta del cilindro nos muestra escenas diversas, no obstante, increíble, irrazonablemente, una gema brillante, aparece una y otra vez, así como en un repetitivo sueño, puede haber personajes que, sin tratarlos, sin haber cruzado palabra con ellos, inciden en tu vida.
Así me sucedió con el maestro, poeta y orador Horacio Zúñiga Anaya.
Nunca lo traté, no escuché sus encendidas arengas y el único roce que tuve con el maestro, se dio en la segunda calle de Allende en donde en plena rúa se escenificaban reñidos juego de futbol. Sin paso de autos, la pelota de colores retachaba sin ton ni son en puertas, ventanas y paredes. Y entonces, como sombra ambulante se aparecía un individuo grueso y de lentes, impecablemente vestido de negro al que nuestro accionar no le causaba la menor gracia y en cierto lance, al seguir el rodar de la pelota rocé al individuo –Horacio Zúñiga de quién luego supe, que venía de la Biblioteca Pública Central o del Instituto– y este me vareó con su bastón.
Nomás fue eso.
Enfrente de Allende 45, mi casa, Don Gabriel el estimado zapatero de la calle, compraba El Sol de Toluca y ahí en el sabroso palique que abría cierta luz a dudas inconfesables, aprendimos lo ignoto que entre otras entendibles lecturas tenía la columna Papirotazos de Don Luis García Ramos, que en ese 14 de Septiembre de 1953 –iba a cumplir yo, 12 años– le dedicó una sentida columna al maestro Zúñiga que el día anterior había fallecido en el Sanatorio Hidalgo.
Ah con razón frente al instituto hay tanta gente de negro, me dije y de niño casi jovencito nomás recuerdo este binomio de antecedentes de HZ.
Pasó el tiempo y la vida y yo nos encaminamos a la Benemérita Normal #1 del Estado. Muy cerca estuvo el maestro de ser mi mentor. En la EDAYO su voz grandilocuente despertaba a los no tolucos que ahí además aprendían un oficio.
Un sobreviviente de ese antier, me platica que él, al fin internado, ahí comían y dormían y que una ocasión que un suriano que hay anda se vomitó en el salón, enojado pero poeta, HZ escribió en el pizarrón:
Contra las olas del mar
Luchan brazos varoniles
Contra las mismas sutiles
Es imposible luchar.
Y tronó: ¡Todos afuera! para que vengan a limpiar! Aparte y al terminar la Normal a los 19 años fui a laborar al Valle de México como docente, específicamente en San Martín de las Pirámides, lo que significó tonificante experiencia. Al año siguiente, principio de 1962, me cambiaron a Ixtapan de la Sal, a la escuela Horacio Zúñiga.
En la mañana, ardua labor, y en esas soleadas tardes sureñas descubrí en la bibliotequita de la escuela, todas las obras del vate Horacio Zúñiga y al leerlas quedé sorprendido: sus letras eran como salidas de otro mundo: adjetivos calificativos de soberbio esplendor; palabras de brillo cegador que había que consultar con diccionario en mano. Luego ya más ducho en la literatura, supe que la luna tenía otro perfil, pero ahora, orita el excelente cultor grecolatino, me impactó: ¡Qué pirotecnia verbal, que coloridas palabras!
Y curiosamente lo que si entendía: sus novelas Realidad y El Hombre Absurdo las dejé de lado y me dio por aprenderme frases y hasta poemas cortos completos:
Se escapa en suspiros
Un capullo de oro
Tiembla en los espacios un vuelo de plata
Y la mariposa de la serenata
Riega la caricia de
Un sueño canoro…
Esta manera expresiva desde entonces hasta hoy o no ha sido entendida o se ha satanizado con odio jarocho: exquisita forma… y ¿fondo?
En las compilaciones del parnaso nacional, rara, curiosa, irracionalmente un poema del maestro coincidentemente no zuñigueano titulado Tú también como las otras, donde el maestro habla –siendo a todas luces ajeno a las carnales pasiones– del amor hombre mujer y con quejumbre José Alfredo Jimenista termina: tú también como las otras, te me fuiste, te me fuiste.
Seguramente el compilador de la antología se brincó lo 100% zuñigueano para no caer en broncas con ciertos detractores yo continué en Ixtapan leyendo Torre Negra, Anfora, Verbo peregrinante y en sus novelas navegando con un incomprendido Héctor Zubieta –HZ– criticando que una sociedad materialista deje de lado los valores y las verdades divinas, narrativa que, de paso, muestra con grandilocuencia el ámbito espacial y temporal de aquel DF y la postal decimonónica de una Toluca rural.
Los libros de poemas de HZ tienen un halo de oro, plata y marfil, únicos en la literatura mexicana. Escritor paradójicamente escribiendo poco después de que Los Contemporáneos inauguraran rutas saliéndose de la cortina de nopal –muralismo, cine mexicano, novela de la revolución– HZ irrumpió con sus lampos de lumbre, valiéndole sorbete el Estridentismo de Manuel Maples Arce, por ejemplo.
Todo esto y yo en Ixtapan, a los 20 años ni pe ni pa, sólo me ocupaba en aprenderme las raras, pero deslumbrantes gemas del maestro que luego iban a ser mi salvavidas en los torneos de oratoria.
Seguí mi deambular magisterial hasta que en 1967 recalé en Toluca la mera nuca y me tocó con otros dilectos dicentes inaugurar la escuela Horacio Zúñiga, en el corazón de la Colonia Morelos.
Antes contaré que cambiándome de Ixtapan de la Sal a San Francisco Xonacatlán me inscribí en la preparatoria de la UAEM, feudo querido que fue de HZ y como desde la Escuela Normal, la oratoria me llenaba la pupila, al primer concurso universitario que se presentó me inscribí, con fatales consecuencias, creyendo que el decir verdades sin orden ni concierto era el galano arte de bien decir, mi exposición fue catalogada por público y jurado como deleznable, y tanta fue mi desilusión –usted sabe toda la Universidad estaba enclaustrada en el edificio que hoy se lama rectoría, y donde nos conocimos todos, -él Mira ese cuate fue el que la regó en el concurso de oratoria, me caló. Un día ya no asistí y perdí el semestre.
El tiempo todo cura y serenado el espíritu y haciendo el feo a todo lo que sonaba a oratoria un buen día se me hizo la luz: pendejo, si hubiera repetido frases que me sé del maestro Zúñiga otro gallo me hubiera cantado.
Y así al alimón con mi amigo Raúl Padilla González que vino a estudiar de Monclova, Coahuila, trayendo la escuela del maestro José Muños Cota: mucha lectura, disciplina en el orden discursivo y los tonos de voz: CAM-PA-NA, en tres tonos, engolando, ¡Modula!, ¿y la mímica qué? Logré sentirme cómodo y al participar en el concurso de Leyes, ya casi logro el pase a la ronda final.
En tanto en la Escuela Horacio Zúñiga, ¿por qué no imbuirles las rimbombantes notas del maestro? SI la misma UAEM, en su himno, las tenía: instituto perínclita cumbre donde el alba es faisán de arrebol…
Y así, no había ceremonia en la escuela sin nombrar algo del maestro.
Es más, fui al Panteón General y rescaté de la tumba de granito el poema que HZ le hiciera a su madre y un 10 de Mayo, en un coro generalizado en un sentido orfeón de toda la Escuela lo dijimos:
Oh madre oh madre nuestra
Estas entre nosotros todavía
Y estarás para siempre, Madre Santa
Tú voz en nuestra angustia reza y canta
Como alondra que fuese Ave María
Estás entre nosotros
En la vía por donde va desnuda nuestra planta
Eres la redención que se levanta
¡De la noche fatal, eres el día!
Estás entre nosotros,
Que consuelo tan dulce es saber
Que si partiste fue sólo para guiarnos
Desde el cielo.
¡Oh madre, oh madre nuestra!
¡no moriste… hecha plegaria
Remontarás el vuelo,
Y hecha fulgor de santidad, ¡volviste!