Joaquín Arcadio Pagaza

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“Las cumbres de tanto mirar la luz se quedaron ciegas,
de tanto dialogar en el orbe se volvieron mudas
y de tanto pensar en Dios se fosilizaron”
Horacio Zúñiga

Bajo el amparo de un México de carácter vigoroso, de añoranza y de fuerza infatigable, se escriben las líneas de la historia que con cincel han quedado tatuadas en el alma de la humanidad; surgen, en la postrera claridad del recuerdo, las voces trepidantes de mujeres y hombres que dan luz al esplendor mexicano y que reclaman con su vasta obra un sitial en el mundo de las almas inmortales.

Sublime es reconocer la gran labor que realizaron nuestros antepasados para engrandecer su tiempo y con ello, engrandecer a nuestra Patria, porque los seres de luz que con sus actos o palabras han cambiado la rutilante monotonía de la vida, sumida en el ostracismo; son seres que trascienden el umbral del tiempo y el espacio con su obra, fruto del trabajo, de la dedicación constante y del andar por los caminos azarosos del destino según la misión que nos ha sido encomendada.

Como faro que alumbra la inmensidad del mar, como referente del astro luminoso que ondea en el infinito; así es la memoria, ápice glorioso de lo vivido y lo transitado en este mundo, eso que nos mantiene vivos y nos incita a añorar glorias pasadas, a anhelar mundos mejores; a ser, permanecer y trascender. Seguramente para los remansos años del México independiente esta realidad era un ave vocinglera que solo se leía en los textos clásicos europeos.

Así en el pleno deleite de un floreciente México surge la mente y corazón de un hombre provincial que arropado por los valles enervados de su terruño, contagia su espíritu de inspiración y absorbe el vergel de la nostalgia que se encuentra en los veneros de su laguna, un embarcadero que nos hace suspirar y soñar en los remansos tiempos de paz cerca del mar; ahí en la tierra de Valle de Bravo, se recrean los versos que tiempos después dieran prestigio y sonoro nombre a un niño que desde temprana edad se imbuye en el estudio de la fe católica, para después ejercerla desde el ministerio del sacerdocio.

Nos referimos a don Joaquín Arcadio Pagaza, quien nace en el Estado de México el 6 de enero de 1839, justamente en una icónica fecha que para el pueblo mexicano representa magia, nostalgia, fe, esperanza y seguramente caridad, pues la epifanía es el llamado a la esperanza, a la creencia que entre nosotros está el camino, la verdad y la vida. Desde pequeño, fue adepto al estudio, y seducido por el canto de inspiración divina, es inscrito en el Seminario Conciliar de México, donde su fe se renueva al adentrarse en el humanismo religioso, en las materias clásicas y en el latín como lengua propia del clero; a través de ello, conoce personajes y acontecimientos que inspirarían en la vida: los poetas clásicos griegos y latinos.

Su formación recia, el entramado de bondades en que se convierte su nostalgia al recordar los años mozos en su querido Valle de Bravo, le hacen generar una visión melodiosa que le incita a amar su vocación: vivir para servir, servir para vivir; así, el joven sacerdote ocupa dentro de la iglesia católica diversos encargos religiosos, entre ellos: cura parroquial de Taxco en el Estado de Guerrero, del Sagrario Metropolitano, de Tenango del Valle en el Estado de México y Obispo en la Diócesis de Veracruz, donde su labor pastoral le lleva a recrear el alma en joyeles, tatuando en su espíritu cada paisaje de su amado y provincial Valle de Bravo, musitando a la manera de Homero y Virgilio los más excelsos versos para con ello exaltar el espíritu y enjugar el alma.

Sobre la elocuente y dulcificante obra de Joaquín Arcadio Pagaza, el laureado poeta Horacio Zúñiga refiere que es “poesía que huele a madreselva o tierra recién mojada…”, pues la nitidez de su escritura y la pureza de su intención, son características ineludibles del pastor de metáforas que en tiempos de dolor en la patria mexicana supo dar orfebricamente palabras de consuelo. Merecido debe ser el homenaje al padre Arcadio Pagaza, pues si bien los tiempos de su época se van difuminando con el viento, es bien sabido que lo señalado por Jesús Urueta, aplica a la prolífera obra poética de Arcadio Pagaza: “polvo que piensa, jamás vuelve al polvo”.

Llevando de la mano su labor pastoril no pierde oportunidad para escribir, para plasmar en versos el encanto de su tiempo, las más excelsas notas de su lírica que representen el amor por su tierra, a la manera de Ángel María Garibay Kintana; decide traducir los textos de obra clásica, para hacerlos asequibles a su tiempo, su permanente estudio de la lengua le lleva a ser nombrado miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua el 3 de octubre de 1882 y poco después fue elegido miembro de número.

Dentro del raudal de admiraciones que podemos profesar a nuestro egregio canónico, no podemos dejar de lado la pluma de sus versos, la sinfonía con que comulga en la rima y el soneto, este paraninfo de ideas y vaivén de emociones en los que se convierte su poesía; innegablemente sus obras: “Algunas trovas últimas”, “Sitios poéticos del Valle de Bravo”, y “Murmurios de la Selva” por citar algunas, son un toque de inspiración y testamento de luz. Dejamos para ustedes, este gran ejemplo de la crin versifica de Arcadio Pagaza:

“Ni el tiempo, ni la ausencia y la distancia,
ni el bien perdido, ni el afán presente,
han logrado borrarte de mi mente,
bello lugar, asilo de la infancia…”

Así son las miras de anchura de nuestro “Virgilio mexicano”, a quien se le reconoce en la potencia de sus versos, en el abrazo nazareno con el que defendió su ministerio sacerdotal y en la búsqueda incesante del humanismo y el conocimiento, al abrevar de los clásicos para entenderlos y darlos a entender a las generaciones que le precedieron; sin duda: humanismo, religión y cultura son la triada que hace perfecta la síntesis de la existencia de don Joaquín Arcadio Pagaza, quien falleciera en Jalapa, Veracruz, el 11 de septiembre de 1918.