La casa vacía, el alma llena de preguntas

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Hubo un tiempo en el que creíste que estabas construyendo tu vida. Te levantabas temprano, hacías listas, coordinabas horarios, resolvías necesidades. El día se te iba entre decisiones prácticas, responsabilidades, cuidados y gestos de amor silencioso. Lo dabas todo. A tu manera, sin pedir demasiado a cambio. Tal vez pensabas que estabas equilibrando todo, que estabas siendo útil, responsable, presente. Y sin darte cuenta, esa entrega se fue convirtiendo en tu identidad.

Quizá fuiste madre a tiempo completo. O sostén del hogar. O la que cuidaba a su pareja como si fuera una brújula emocional. Tal vez te hiciste cargo de una empresa, de un proyecto laboral, de un sueño ajeno que asumiste como propio. Quizá fuiste la hija incondicional que todo lo atendía, la amiga disponible, la cuidadora de animales, la que organizaba la vida de todos. Y un día, sin aviso ni preparación, esa estructura que te contenía se afloja. Los hijos crecen, la pareja cambia o se va, el trabajo ya no es el mismo o simplemente desaparece, la casa ya no demanda tanto, los animales ya no te necesitan igual. El mundo exterior empieza a replegarse… y de pronto, te encuentras sola contigo. Ya no como antes, cuando un rato libre era un premio. Ahora es más bien un abismo.

¿Quién eres cuando ya no eres la mamá de…, la esposa de…, la que sostiene, la que organiza, la que siempre está? Y ahí, en ese momento sin nombre, aparece el desconcierto. Porque en toda esa entrega, en todo ese amor depositado en los demás, te fuiste dejando a un lado. No lo hiciste por descuido. Tampoco por ignorancia. Lo hiciste porque querías amar bien. Porque te enseñaron que amar era dar. Porque creíste que, si dabas todo, al final ibas a encontrar la plenitud, la gratitud, la certeza de haberlo hecho bien. Pero ese al final nunca llegó. Y ahora, pasados los cuarenta, quizá los cincuenta o más, te das cuenta de que no sabes bien qué te gusta. Qué te apasiona. Qué te emociona. Qué quieres hacer con el resto de tu vida.

Te miras al espejo y hay algo extraño. No es solo el paso del tiempo en tu cuerpo. Es que no te reconoces. Hay una distancia entre tú y tú. Porque te fuiste moldeando para encajar en lo que los demás necesitaban de ti. Porque fuiste muchas cosas para muchos… pero muy pocas veces fuiste tú para ti.

Te enseñaron que dar es lo correcto. Que si amas de verdad, debes ceder, postergarte, atender. Pero nadie te dijo que si te vacías por completo, un día no queda nadie para habitarte por dentro. Que si no te nutres, si no te escuchas, si no te cultivas, lo que queda es una forma de amor desequilibrada. Amor hacia afuera, sin raíz hacia adentro.

Y cuando todo lo externo se reacomoda o desaparece, cuando lo que ocupaba tu tiempo ya no está, aparece una pregunta que te desarma: ¿dónde estuviste tú mientras cuidabas de todos los demás?

Pero escúchame bien: esto no es una crisis. No es un error. No es una desgracia. Esto es una puerta. Es la vida tocándote el hombro con dulzura —aunque también con firmeza— y diciéndote: Ahora te toca a ti.

Después de tanto dar, mereces encontrarte. No desde lo que esperan de ti. No desde los roles. No desde la utilidad. Sino desde tu verdad. Desde eso que, quizá, dejaste guardado en un cajón por años, con la promesa de volver después… y ese después nunca llegó. Hasta hoy.

No estás tarde. Lo que hiciste hasta ahora fue lo que supiste hacer. Amaste con todo tu ser. Pero ahora es tiempo de que te ames a ti. No hace falta que hagas una revolución. No necesitas irte del país ni dejar todo atrás. Empezar puede ser algo más íntimo, más sencillo, más profundo. Puedes regalarte diez minutos al día para estar en silencio. Puedes preguntarte qué te gustaría aprender. Puedes volver a bailar, a escribir, a cantar, a leer, a caminar sin rumbo. Puedes permitirte decir que no, sin culpa. Puedes empezar a cuidar tu energía como cuidaste la de otros. Puedes hacerte preguntas incómodas. Puedes bajar el volumen del deber para que empiece a hablar el querer.

Y si no sabes por dónde empezar, está bien. No necesitas saberlo todo. Solo necesitas estar disponible. Hacer espacio. Silenciar el ruido para que surja la voz. Porque aunque no la escuchas desde hace mucho, sigue ahí. Es una voz suave. No te apura. No te exige. No te compara. Solo te dice: Te extrañaba. Esa voz eres tú.

La verdadera tú. La que quedó sepultada debajo de las urgencias, de los miedos, de las demandas, de los tengo que. Y que ahora te pide permiso para volver.

Puedes empezar haciéndote algunas preguntas. ¿Qué te emocionaba cuando eras niña o adolescente? ¿Qué cosas haces que te hacen perder la noción del tiempo? ¿Qué te gustaría probar aunque no te salga perfecto? ¿Qué partes tuyas estás escondiendo por miedo a no gustar? ¿Qué necesitas para sentirte viva? ¿En qué momento dejaste de escucharte?

No respondas desde la mente. Escucha tu cuerpo, tu corazón. No edites, no juzgues. Y si alguna respuesta te duele, si algo se rompe al contestar, no lo evites. Porque eso que se rompe no eres tú: es la máscara que ya no necesitas. Es la cáscara que te protegió, pero que ya te queda chica.

Este proceso no es cómodo. Habrá días grises, días solitarios, días en los que vas a preguntarte si no era mejor volver a lo de antes. Pero no te castigues. La mujer que fuiste hasta hoy hizo lo mejor que pudo. Lo hizo con amor. Con entrega. Con conciencia. Pero ahora tienes nuevas herramientas. Tienes una nueva mirada. Tienes otra versión de ti por descubrir.

Y también tienes la oportunidad de reconstruirte desde la verdad. Ya no para encajar. Ya no para gustar. Ya no para sostener a todos. Ahora es para sostenerte a ti. Para que, si eliges amar otra vez, no te pierdas. Para que, si decides cuidar, no te abandones. Para que, si vuelves a compartir la vida con alguien, también te la compartas a ti misma.

Y si hoy nadie te lo dijo, te lo digo yo: mereces saber quién eres más allá de tus roles. Más allá del dar. Más allá del deber. Mereces elegirte. Escucharte. Priorizarte. Y aunque tengas miedo, aunque no tengas claridad, aunque sientas que estás empezando desde cero… confía. Estás en el lugar justo. En el momento perfecto.

Bienvenida de vuelta a ti.