La corona de la virgen

Views: 815

Ya no puedo más virgencita.

Los ojos rasos, nublados ven apagarse las luces del tiempo. A las hermosas, lujosas arañas que bañan con hilos de luz, se les cierran los grifos a pausas y el templo cobra claroscuros espectrales.

 Adiós Madre mía y entre la nublazón de las lágrimas, tal vez el diablo le llevó los ojos del seráfico rostro de la Virgen a la hermosa corona dorada que la muestra como lo que es: la reina del cielo.

Mientras una vieja vecina se persigna y con paso lento toma la salida, él ya piensa lo que vale esa corona. Su mente dibujó una alberca de bolillos y miles de niños atragantándose de pan. Se imagina al más pequeño de sus hijos ya no llorando de hambre y durmiendo tranquilo.

¡NO! Mentalmente hace huir la idea. Se santigua y camina. Es presumiblemente el último feligrés. Las luces apagadas y el sacristán que se apresta a cerrar.

No es difícil y puedo pensarlo. Indeciso, buscando no seguir la idea maligna busca que el sacristán lo vea y golpea el piso al caminar. El centinela de la Iglesia, con más deseos de terminar el día que descubrir ruidos, maniobra para bien cerrar el templo de Dios.

Un confesionario perdido en la penumbra es un buen escondite. Se sienta donde el buen sacerdote escucha las faltas de ortografía en el oficio de escribir la vida. Se acurruca y detiene la respiración.

El silencio del templo es roto por el ruido de cadenas, la caída de maderos que embonan, el cerrar de más de un candado, unos pasos y luego… nada.

Dentro del confesionario espera. Afuera, más afuera por la calle, sólo se escucha el ruido del motor de un auto. Sentado dentro de la cabañita de madera donde parecieron flotar cuitas dolorosas, él, siente que le tiembla el alma de pesar. Lo que está haciendo es un sacrilegio.

¿Cuánto tiempo trascurre? Ni él lo sabe. El confesionario es un lugar agradable. Bien podía pasar toda la noche, dormitando, pero él sabe que no se quedó para eso. Seguro de que no hay nadie en la iglesia más que las figuras de Dios y él, se atreve a salir de su escondite.

En verdad que el templo oscuro impone. De los vitrales se escapan luces, como si de fuera vinieran chisguetes de luz. Las figuras de los Santos con los ojos abiertos, como queriéndose bajar de los pedestales, los mueven, siguiéndolo.

Camina lentamente sintiendo la mirada de vírgenes y santos. Camina notando que en el piso reluciente la oscuridad echó cubetadas de pintura negra.

Llega hasta adelante. Aquí frente al altar se imagina las bodas rimbombantes, los cirios encendidos, los cestos de flores que forman un vergel. Y hasta arriba mira a la Virgen y la Madre del Cielo, como con una sonrisa lo llama. El, contrito, no hace caso, sólo se atreve a murmurar un perdón: ¿Me perdonarás Madrecita?

Ahí, en un mullido reclinatorio queda con sus pensamientos, ¿será pecado lo que haré?

Piensa en todas las limosnas recogidas, en todos los de la vecindad colaborando siempre para la iglesia, en el sacerdote que apenas regresó del Concilio que hubo en el Vaticano.

¡No! El genio del Bien vuelve a imponerse. Y otra vez se le viene a la mente la boda lujosa y luego la de él; se acuerda cuando se casó nada más de chamarra negra y ella con vestido normal, de que no hizo fiesta y de que no ha pecado robando y sobre todo se impone el hambre de sus hijos.

Alzó la vista y la Virgen sonriendo como que lo seguía llamando.

Se levantó, transpuso el barandal de madera que divide y se acercó a la Virgen.

Muy alto. Colocado a sus pies, la Virgen, con su corona le pareció inalcanzable. Entonces su mente le jugó una mala pasada. Ocultando el sacrilegio, se retó a subir, no era robar la corona sino probar que era capaz de llegar a la altura de la Virgen.

Midió bien el altar y notó que la pirámide de mármol dejaba unas salientes que podían usarse como escalones. Comenzó a trepar, quitando cirios y floreros. Fue escalando lentamente al cielo y lo que parecía tarea difícil no lo fue.

Ya está parado junto a la Virgen y con un beso en la mejilla le pide perdón. Tú sabes madre mía que es pa’bueno, pa’que mucha gente coma.

Con delicadeza desprendió la corona, Ah… de aquí está más pegada… a ver… La corona cede y nota que está pesada… Con una mano se sujeta y con la otra detiene la joya que brillando a trechos parece tener luciérnagas culebreando.

El descenso es más difícil; cuando da el último brinco, el corazón le late más aprisa y el fantasma del sacrilegio le atenaza el alma.

La alfombra del altar oculta sus pasos, que luego rechinan por el piso. Con su preciada carga se esconde en el confesionario y acurrucándose estrecha la corona contra el pecho.

Sólo se escucha su respiración. Sus dedos golosos, hurgan todos los recovecos de la corona. Unas piedritas de colores de trecho en trecho llenan huecos… Se desprenden fácil con alicatas y desarmador… piensa.

Los latidos del corazón se normalizan, no así el dolor del alma.

Virgencita ¿me perdonas? y navegando entre el Bien y el Mal se fue quedando dormido.

Un incesante par de pajarillos lo despertó. Todavía estaba obscuro aunque ya pintaba el día. Se salió del confesionario, y se quitó la añeja chamarra envolviendo ahí la corona. Todavía sin despertar bien y con mucho frío haciéndose ovillo esperó a ver qué.

Poco después escuchó pasos, ruido de cadenas, abrir de candados. El día iba pintando de luz las sombras del templo.

Junto a él, sin mirar, pasó un hombre jugando llaves y candados.

Se siguió y al poco rato escuchó las primeras campanadas.

Se persignó y decidido, salió de su escondite con el bulto bajo el brazo y con un frío de los veinte mil demonios. Caminó a la salida, en tanto una anciana pestañeando y mascullando oraciones ya se dirige al altar. Caminó más rápido con el corazón saliéndose del pecho. Una que otra gente camina por la calle. Sale sin disminuir el paso, rápido y el vapor de un carrito tamalero lo hace sonreír.

Todo un día. Todo un santísimo día pasó la Virgen sin corona y nadie se dio cuenta. Ni el sacerdote que ofició la misa se dignó mirar a los cielos, ni el sacristán cuya burócrata costumbre no dejó a su mente resquicio posible para imaginar que alguien pudiera salirse del cartabón.

Ni los fieles. Ellos menos. Aunque muchos notaron descoronada a la Virgen pensaron en todo, menos en un robo a la Reina del Cielo. Le quitaron la corona para arreglarlale van a colocar otra más bonita… y la mayoría ni en cuenta: ¿Qué alguna vez ha tenido corona la Virgen?

Con éstas, fue el sacristán el que notó la ausencia. Se restregó los ojos creyendo que tanto vino de consagrar ya le estaba afectando y llegó corriendo y a grito abierto fue avisarle al Padre Pedrito.

El rotográfico vespertino de esa ciudad provinciana, a falta de más y mejor material le dio las ocho columnas: SACRÍLEGO ROBO EN EL TEMPLO DE LA ANUNCIACIÓN y más abajo: La corona de la Virgen María de oro macizo y engarzada de topacios y rubíes fue robada. La policía no tiene ninguna pista.

Entretanto, en el centro de la capital del país, en mero Tepito, un desarrapado discute con el traficante de joyas robadas.

– No te puedo dar más que 30 mil.

– ¿Que sean 35 no?

– Ni tú ni yo, 32

– Óooorale.

Varios lagrimones de colores chispean en el mostrador.

– ¿De dónde las robaste mi buen?

– ¿Robar? ¿Dice usted robar? Me insulta joven. Esto fue como un regalo que le dimos todos sus hijos a la jefa… y hoy que se necesita nos lo regresó.

– Para qué están ahí nomás guardados… si mi joven, esto era de mi madrecita linda que está en los cielos. Y pues allá, pa’ que quiere lujos… ¿o no?…