LOS CUATES

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Caminando por Lerdo. Frente al Cosmovitral, que de menos ahora me encuentro con Aurelio López, mi maestro de 5° de Primaria.

Con mi viejo maestro si noté que el tiempo pasa. Y era él. Era el mismo guía. Era la misma envoltura humana. Era el mismo dómine, sólo que el tiempo había hecho ya su labor.

Aquella voz acerada que vertía conceptos en cascada ya no era sino un simple susurro. Aquellos ojos de águila, brillantes y nerviosos, se veían cansados, velados por quién sabe qué añejas penas. Y las manos, que en arrebatos de cólera golpeaban al aire, aparecían mustias, marchitas, como hojas secas pegadas a un viejo tronco.

Pero también había cosas que no cambiaban en él. Esa sonrisa melancólica y burlona que le hacía levantar el labio superior. Y su memoria fotográfica.

¡De veras que ese condenado grupo sí que era latoso… Ese Cuarto “C”!

Y de la ubicación brotaban las anécdotas, los sobrenombres, el dato ya olvidado, pero que en el viejo maestro cobraba vida. ¿Te acuerdas cuando tú y dos de tus cuates …? Y el día que Ismael, el grande aquel, ¿verdad?, se peleó en el recreo. ¡Y cómo regresamos de la excursión a la Teresona…

Y todo vivísimamente se levantaba de lo que creíamos era una tumba ya sellada. Y de la anécdota que brincaba a la triste nostalgia.

No sé si te lastime, pero ¿vive tu madre?

– No maestro ya tiene cinco años que murió. O nos ayudábamos en el recuerdo:

Oye me dijeron que Panchito Martínez se fue a Tijuana y que está muy bien. ¿Qué sabes? Y yo ni me acordaba del tal Panchito.

Y en los recuerdos del maestro venían las paletas de leche, las pelotas de franjas de colores, los brillantes exámenes de gimnasia, mis trompizas a la salida.

Toda una vida que creí olvidada.

Y ni modo de preguntarle sobre su vida privada. Todos siempre lo supimos: nunca se casó y después de morir su madre, su única compañía, llevaba casi vida de ermitaño.

Reflexioné: de ahí la brillantez de sus recuerdos. Cuando uno pasa de un color a otro, el sabor nuevo nos hace olvidar un poco al anterior.

Y el maestro no tuvo más que un solo color, un solo sabor.

¡Ah, mi querido y viejo maestro… consejero, moralista, narrador, refranero, enérgico, más quién se lo creé porque, en el fondo puro corazón!

Mi viejo maestro de siempre. Mi amigo de hoy, donde el tiempo en un momento vi pasar.

Donde los niños de antes no crecimos más. Donde el pasado se congeló.

En todo esto estaba, cuando como un chispazo, algo cierto, terrible y real vino a mi mente… ¡Pero si el maestro había muerto!

Sí, éste que estaba frente a mi rehaciendo el pasado, si en verdad era el viejo maestro, debía tener unos… 4 años, más o menos, de muerto.

Me quedé tan frío y asustado que ya no escuchaba lo que decía. Sólo veía moverse con lentitud las manos y el movimiento de sus labios juntándose y despegándose.

¿Cómo demonios está esto?

Y vinieron los fogonazos del recuerdo a dar claridad al cerebro: un buen día en la vieja y solitaria casa, alguien descubrió el cadáver por el olor; hasta en el periódico salió.

Entonces, ¿quién demonios es éste que tengo frente a mí? ¿No será una de aquellas coincidencias estilo Ripley? Pero no hay datos falsos, todo coincide, todo lo que estamos hablando así fue.

El maestro me despertó.

– ¿Y por qué ya no hablas, Godínez? Me veía inquisidor.

Es… es… te, maestro… Y le recordé: yo no soy Godínez y balbuceando, tímido y tembloroso, riposté:

– Dirá usted Malacara, maestro Ruperto Malacara, ese soy yo.

– Je, je. je… Ruperto, que nombrecito me inventaste, siempre fuiste muy bromista, Godínez… Pancracio Godínez, ¿o no?

Me empezaba a sentir incómodo. Y no había otra. Para no volverme loco, resolví seguirle la corriente.

– Y  a que ya no se acuerda usted de la señora que vendía enchiladas a la salida.

Pretendía ahora caminar sobre seguro, hablar de cosas comunes y corrientes. Cosas que todos sabíamos. Y si algo era popular era esa vendedora de picantes sabrosuras salpicadas de queso en polvo.

Entonces aumentó mi dosis de miedo me vino una especie de irrealidad. La impresión de estar hablando con un ser de ultratumba, con un muerto que revive. Quedé mudo. Vi el vecino Cosmovitral y sus vidrios de colores cabrilleando se me venían encima, las gentes pasaban yo sentí que más, más rápido igual que mi corazón. Y el maestro seguía perorando:

– Cabrones . Me decían Lo-pitos ¿Te acuerdas? ¿Qué pasa… Te aburro?

Mi mente dio vueltas, ¿Qué chingaos pasa? Me daba terror el maestro.

Quise huir, desaparecer, hacerme humo: Todo esto parece un cuento de ciencia ficción. El maestro seguía:

– ¿Y te acuerdas cuando se iban tú y tus cuates a ver al tren pues nos quedaba la estación a dos cuadras?

– No maestro, nos quedaba más lejos… de la Lázaro a la estación…

– ¿De  la Lázaro? ¡Dirás de la Miguel Alemán!

Y de esa ebra jalé:

– ¿Usted  es el maestro Aurelio López?

– No. El era mi mellizo. Yo me llamo Andrés. Su “cuate” decían entonces.

Y recordé: En efecto. Decían que el maestro tenía a su cuate en la Alemán, pero en ese tiempo, cuate también era amigo, “brother”… ¡Ah!

– ¿Tú eres “el perro”, no? Me dijo.

No maestro “el gato” y fui a la Lázaro Cárdenas, con su hermano.

– Ah. Por ahí hubieras empezado… el murió hace cuatro años.

– Así es maestro. Y él me confió:

– Se hubiera casado como yo y aquí estuviera.

La belleza del Cosmovitral  en su lugar, reapareció. Las gentes pasaban –según yo– felices y a paso lento.

– Bueno… Te iba a decir más cosas, pero creo que ya te espanté, perdón “perro” digo “gato”. Me dio mucho gusto en conocerte.

Y medio encabronado se fue el maestro, hermano de mi maestro.

Quedé clavado dos minutos. Ah y más ah…ah…ahhh…

Me despegué del suelo, caminé y me metí a La Flor de Mayo, una de las pocas cantinas que quedan, para echarme un anís con amargo, para que se fuera el pinche susto, el momentáneo terror, pero nunca se me irán las tortas de nata y los recuerdos chingones… que conste.