¿Matar al ex presidente?

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Principio de la novela Operación Chucho el Roto, de próxima aparición.

¿Matar al ex presidente? Sí. No había de otra y después de veintitrés dudas lo había aceptado.

Después de la muerte de Don Antonio y del término de la Operación Chucho el Roto a Ciprián le atenacea el alma su impotencia, le angustia que después de tanto rebumbio sólo le queda –además de una gruesa cuenta bancaria, que para él poco cuenta– un amargo sabor de boca.

Puso manos a la obra. Siguiendo el ejemplo de sus ex compañeros Luzma y Héctor que no dejaban cabos sueltos, planeó con cuidado la muerte del ex presidente, mandatario que permitió que se agrandara la brecha entre unos cuantos detentadores del casi total de dinero y los 42 millones de mexicanos que a duras penas subsisten a pesar de las pensiones del gobierno de AMLO a ver si con la muerte de Piña se entiende que si hay justicia.

Contagiada su concepción del mundo por la reciente aventura –ni un rasguñito hicimos– cree que algo positivo saldrá con la muerte del ex presidente.

Con acceso a la agenda presidencial, supo de su visita al solar que recién gobernó y sabiendo que llegará en helicóptero al helipuertito del palacio de gobierno en Toluca, como a las 11:00 am., ya detectó el sitio ideal para lanzar el misilito que ¡trash!, destruirá al ex aparente guía del sistema.

Pan comido: desde un día antes y pernoctando en un hotel de mala muerte caminó por la calle de Bravo Norte y en la subidita al noroeste del palacio provinciano, detectó por la acera derecha el lugar, justo para el disparo, por ahí la mitad de la rúa, pero antes sustraigo momentáneamente X automóvil y ahí espero, según a las once de la mañana y chance desde el mismo auto o desde la callecita, apunto y ¡pum!… luego, sin hacerme notar me subo por este listoncito de calle que se llama Juan Hernández y me trepo y por ahí arriba desaparezco.

Y diciendo y haciendo. El arma letal cabía en una maleta deportiva con los colores del Deportivo Toluca y no hacía mayor bulto y él avezado terrorista, acostumbrado al camuflaje, pasaría como cualquier hijo de vecino: pantalón vaquero viejo, saco usado comprado en la fayuca, lentes estilo Jean Renno y un sombrero Tardán de los años 50.

Quedaba, –en el mero día y en la mañana–, agenciarse el humilde cochecito,  ponerlo en directo y esperar en el lugar escogido con el misilito listo a que llegara el helicóptero con su preciada carga.

A las nueve de la mañana del día del presunto ilícito, Ciprián dio con el coche justo: un VW rojo, viejito, presumiblemente 1994, estacionado en una calle solitaria.

Vio pa’llá, pa’cá, metió la ganzúa en donde iba la llave y la puerta cedió. Toda operación será hecha con guantes quirúrgicos, siguió una regla elemental. Entró, lo puso en directo, echó en la parte trasera el maletín deportivo y enfiló al centro de la capital mexiquense.

Bajó por Bravo Norte, pero no tuvo suerte: una hilera de autos estacionados no le permitió aparcar y dos agentes de tránsito desviaban a los automóviles por Santos Degollado, calle que pasa por la parte posterior de palacio.

Ciprián no se alarmó. Acostumbrado a lidiar con imponderables, pensó rápido y colocó el pequeño auto de origen alemán sobre la banqueta. Nada pasó. Se quitó los guantes cuidando de no tocar nada en el coche. Tomó el maletín, se acomodó los lentes y se vino bajando la calle.

No había mucha bulla; Ciprián caminó al sitio que según había visualizado era el ideal, ¿ahora en donde armó el misilito? Y más abajito, la callecita, o pasadizo andador, lo invitó a subir. Por ahí, por esa callecita de piedras fue subiendo y se felicitó: el lugar idóneo. Se recargó en una pared de adobes, baja, tan baja que dejaba ver perfectamente el blanco a atacar; a los lados dos zaguancitos de madera y justo en donde Ciprián recargaría el arma, asomaban unos azahares en botón de un arbolito de naranja agria, lo que le daba a su futura violenta acción un paradójico toque romántico.

Ciprián se sentó en un poyo de vil piedra, vio su reloj 10:14 y en un tiradero de basura, ahí mismito, sin causar sospechas comenzó a armar el arma homicida. Terminó y cupo en una bolsa negra de esas que se usan para tirar basura.

Bajó un poco y se colocó en la bardita; esperó con una sangre fría que hasta a él sorprendió. Se serenó y pensó el revuelo que iba a causar su acción.  Y aquí en este momento se le vino un frenético collage con lo que apenas unos días, unas semanas unos meses antes era el leit motiv de su vida: Aparecieron los kaibiles, René y Esparragoza, luego Luzma, primero tecleando en la computadora y después acostada pidiendo el sexo, que él nunca pudo dar.

En su nerviosa mente se le aparecieron Luis Amezcua siempre a su lado y Toño Ruiz desangrándose y aunque era muy machito ahorita lo escucha quejándose después de un balazo recibido. Se asomó de nuevo y nada. Calma chicha en el ambiente. Un perro bajaba parsimoniosamente el listón de piedritas.

En su imaginario vio a Juan Luis, el ágil volantinero, que en las accidentadas acciones casi no pudo mostrar sus dotes circenses…

Viendo sin ver si ya aparecía el helicóptero con el presi, Ciprián vio ahora el heliavión manejado por el güero Reséndiz, silente, hipócritamente invisible posándose en una casa de campo…

Aparecían y desaparecían imágenes y luego, Don Antonio García, el mecenas, el buen viejo que trató de redimir todas sus culpas haciendo felices por unas semanas a los jodidos del sureste mexicano, ¿cómo?, avanzándoles billetes desde el helicóptero de Reséndiz.

¡Qué chingona operación! Y sonrió al recordar a Roberto Langarica el cabrón ex policía que resultó más sagaz que la CIA, la DEA y la fiscalía mexicana juntos.

Ciprián Mendoza Alves escucha un ruido y ve que una anciana con su presunta nieta sube la calle de piedras, lenta, tranquilamente, paso a paso…

¿Y cómo empezó todo el desmadre? Se pregunta Ciprián y el sólo se contesta: no hay de otra que el diagnóstico de cáncer que se le detectó al viejo millonario Antonio García Ibargüengoitia y a la mea culpa de su presunta contribución a que este país sea un desmadre.

Y como en las películas, para retroceder unos meses enfocaremos la cámara de cine en las hojitas y azahares que mueve el viento en esa provinciana callecita de piedras y nos situamos con Don Antonio y sus problemas físicos y morales que lo movieron a realizar una gesta para contarse.