Muéveme
A los versos conocidos Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido,/muéveme ver tu cuerpo tan herido,/muévenme tus afrentas y tu muerte a Dios mismo, dirigidos, les han colgado leyendas, autores apócrifos, algunos que han reclamado la propiedad, se les ha adornado, estudiado, musicalizado y especialmente, se les ha utilizado.
Cuando un poema logra mezclarse con la memoria de la gente, con la simplicidad de una efeméride, el poeta puede darse por satisfecho. El soneto No me mueve, mi Dios es de autor anónimo, sí, anónimo, como decía Menéndez Pelayo en su discurso de entrada a la Academia de la Lengua Española en 1888: por obra de algún fraile oscuro. La identidad de ese oscurantísimo poeta se debate ya por un par de siglos, en las mentes catolizadas de muchos hispanohablantes.
En 1915 Alberto Carreño propuso a Fray Miguel de Guevara como autor, un agustino mexicano que, en 1638, agregó a un manuscrito para aprender lengua matlatzinga una página con el soneto, imaginen lo que eso representaría, un michoacano lingüista que revela semejante obra literaria a la lengua matlatzinca, originaria de estas regiones que ahora conocemos como Estado de México, pero no nos cabe esta gloria, el poema ya había sido publicado en Madrid en 1626 por Antonio de Rojas, un Soneto a Cristo Crucificado bajo el título Vida del Espíritu.
Hasta se ha dicho que el soneto era una manera revolucionaria de iniciar una corriente Cristocéntrica dentro de la iglesia, y que a último momento, el autor se negó a firmarlo. Después se le atribuyeron rasgos de Rimas sacras de Lope de Vega, sólo para descartarse, pues no corresponde tanto a su estilo.
Ahora, el poema es sencillo e inteligible según la apreciación de la Hermana Mary Ciria Huff (1948), lo que explicaría su popularidad, pero vamos, el porqué conmueve, es el misterio de su fama.
Un velo que protege a una voz que clama la entrega total al amor incondicional hacia el Hijo de Dios, un soneto, la forma más tradicional del amor cortés se ufana de no temer un castigo; éstos son motivos de una nueva religiosidad, ortodoxa, una liberación de las antiguas formas medievales; sin embargo, una obra profundamente católica.
Un amor puro y desinteresado que al mismo tiempo es un acto de contrición, siempre levanta sospechas, porque el miedo y la esperanza –nos han enseñado– son contraseñas para llegar a Dios, ahora eso ha cambiado, el acceso directo nos lo han dado varios Concilios Vaticanos y una vida espiritual convulsa producto de guerras e ideologías dominantes.
Sin embargo, en el fondo de ese poema está el amor perfecto, que inmediatamente nos hace pensar en el amor del sí mismo, ahí radica la peligrosidad. ¿Qué tanto estamos dispuestos a abandonar el egoísmo, a entregarnos al sacrificio como lo hiciera el Señor a quien van dedicados estos versos? Piénselo, en estos días paganos donde en alguna calle o iglesia todavía podemos escuchar No me mueve mi Dios para quererte,/el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte.