Rumbo perdido
Suele decirse que el ser humano aprende de sus errores, que son esos golpes de la vida los que nos curten para adquirir aprendizajes, lo suficientemente fuertes, como para no volver a tropezar con la misma piedra.
En el papel, en el discurso, es uno de esos temas que atañen al imaginario colectivo; la realidad, la verdad de las cosas, es que hay quienes ni siquiera en situaciones de crisis han sido capaces de obtener alguna enseñanza para cambiar su conducta, para mejorar su actitud.
En algunos casos, existe una evaluación por parte del implicado para poner en la balanza costos y beneficios de tomar alguna acción determinada, si tras el análisis se determina que vale la pena el riesgo –en ocasiones puede ser correcto–, se asume la responsabilidad de los actos y se establece una ruta de acción a pesar de todos los pesares. Evidentemente son los menos quienes se encuentran en este supuesto.
La enorme mayoría, tiende a tropezar de la misma manera porque nadie le ha puesto un alto a sus fechorías; la idea de ser más inteligentes que el otro, porque la fortuna ha sido generosa y ha evitado una consecuencia a fechorías previas.
En otros casos, simplemente es desdén por lo correcto y una inexplicable necedad que se porta con un falso orgullo capaz de tergiversar cualquier concepto.
Quienes son incapaces de diferenciar entre ese deber ser y sus propias percepciones, se colocan en una posición en la que el riesgo es sumamente alto; actúan con un rumbo perdido que tarde que temprano acabará por cobrar las facturas.
En efecto, hay quienes presumen de su buena suerte, y gritan a los cuatro vientos que las cosas salen sin el mayor esfuerzo; en esta canasta, personas que se olvidan, por ejemplo, que tienen una responsabilidad como padres y prefieren sus parrandas personales o sus deseos por divertirse por encima de la atención a los hijos. Algunos llegan al descaro de depositar a sus retoños con los abuelos, sin siquiera dejar recursos para su manutención.
Otros tantos que son incapaces de llegar temprano a cuanto compromiso tienen y lejos de disculparse por su descortesía, se lucen con respuestas del tipo, pero ya estoy aquí, ¿no?
Hay hogares en los que se busca la menor provocación para que los niños y jóvenes no vayan a la escuela, craso error, pues les condicionan a estar en desventaja en un mundo cada vez más voraz y exigente.
Existe también la incapacidad por establecer rutinas claras, no hay horarios precisos para comer, no hay esmero en la búsqueda de espacios para cumplir con las tareas pendientes, ni siquiera la exigencia para respetar al otro.
El contrasentido se acrecienta cuando al pasar el tiempo, esos padres permisivos no encuentran forma alguna para hacer que sus hijos entren en el redil; entonces comenzarán a culpar a la escuela, a los vecinos, a los familiares. Por supuesto no se aceptan las culpas, siempre serán víctima de las circunstancias y serán felices recibiendo dádivas en lugar de un empleo formal.
Rumbo perdido, ruta complicada.
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