Vagamente recuerdo un cuento suelto de no pocas páginas, de un hombre cuya dificultad, era mayúscula para ponerse un suéter. El acto mecánico y automático se convirtió en una lucha épica. El impacto fue demoledor, y minutos después ya estaba leyendo Historias de cronopios y de famas. El impacto fue también fuerte en un adolescente cuya identidad a todos los niveles estaba en serio peligro. Ese libro puso una sintaxis tan loca como excéntrica, como si me hubiera puesto hasta el día de hoy unos prismáticos que me hacían ver la vida desde un ángulo que rompía todos los cánones, insisto, nuevamente, a todos los niveles en lo personal. A Cortázar le debo un estilo de vida, una forma de mirar, también de escribir y por supuesto cómo flotar en sociedad sin ahogarme cuando a veces el peso hunde.
Rayuela me deslumbró. Ese estilo brutalmente nuevo, original y transgresor, literariamente me marcó con una cicatriz que no quiero borrar de mi retina. En Cortázar no había palabra ni frase ni capítulo ni libro que no haya sido escrito en su propio idioma, fiel a ese universo que el fabricó sensiblemente sin concesiones ni cortapizas. Sus textos eran como toboganes que a veces eran tomados sin ninguna dirección hasta aterrizar a una realidad que ya no era del lector. Cortázar, convencía y conmovía y su prosa no era de escritor, era de personaje, por esa oralidad virtuosa, por ese manejo del adjetivo invisible. Cuando se robaron mi biblioteca, pensé (Cortazarianamente) que sus libros no los habían tocado, pero años después me dijeron, que, como era de esperarse, fue lo primero que se llevó el culturoso ladrón.
Un actor famoso, argentino, me contó que estuvo con él en París, en pleno epicentro del Mayo francés del 68, y me dijo que era un tipo espléndido, sereno, humilde y encantador, luego en Letras del Sur, esas entrevistas me marcaron, cada vez conocía más al autor. Luego vinieron más lecturas. De ahí evidentemente como fuego marcado en piel, cada vez que veo a un gato, escucho jazz, se hable o escriba de Latinoamerica, escucho un disco de vinilo, tomo una cámara fotográfica, o escucho en alguien arrastrar las erres o es muy alto y de barba, o cuando estuve caminando por París, imposible no acordarse de él, porque con Cortázar… el que escribía lo que quería con un lenguaje que no existía, todo era posible, y si pues, Cortázar era cortazariano, escribía y leía y vivía y conversaba como Cortázar. Creo que se inventó así mismo, para nunca más dejar de crecer.
Recuerdo vivamente una hermosa entrevista que le hizo Soler en Televisión española donde se pone en evidencia la radiografía que fue capaz de reunir vida y obra en un puño, para golpear y acariciar, y automáticamente viene a mi memoría su frase, los cuentos se ganan por knock out, y las novelas por puntos.
Siempre envidié profundamente y lo digo sin ninguna vergüenza, (quizá es lo único que tengo de ese sentimiento poco noble) a quienes conocieron a Julio Cortázar. Conocí a muchos consagrados y de ligas mayores, pero yo quería conocerlo, no necesariamente para conversar, que aquello hubiera sido un lujo, sino para verlo, acaso para estrecharle la mano y huir, nada más.
Pero Cronopios y famas me marcó. Cada vez que conozco a alguien pasa por ese filtro y no hay error, uno es cronopio, fama o esperanza, y no hay escapatoria a esa clasificación humana que ningún sociólogo pudo poner sobre el tapete.
Y a veces en sobrias alucinaciones siento que vomito conejos blancos. Y en este desorden de escribir, a manera de estampas, sobre el Cronopio mayor, recuerdo haber dirigido a una actriz saltando sobre una Rayuela, sin poder llegar nunca al cien, como yo, que no te conocí, pero me quedan tus libros, los que tuve que volver a comprar, pero en esta ocasión, en ediciones de lujo, que coronan mi incipiente biblioteca en reconstrucción.
Lo recuerdo siempre maestro como el niño sabio que habitaba en su ser, como un palíndrome tibetano que lleva una compleja sabiduría por desentrañar, todavía.
Déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos. Julio Cortázar.