¿Tenía razón Carlos Castaneda?

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Sí. Siempre la tuvo. Otra cosa es que no nos hayamos dado cuenta, o que no hayamos sabido entender lo que quería decirnos. Otra cosa, es que nuestro tiempo se caracterice por haber heredado una ceguera progresiva a las cosas realmente profundas, de la cual le cuesta cada vez más despegarse. Otra cosa, es que nos hayamos olvidado de Las Enseñanzas de Don Juan.

Determinar su nacionalidad es un problema tan complicado como entender las enseñanzas del brujo con el que tuvo contacto más de once años: Juan Matus. Esta se debate entre Perú, México, Brasil y una ciudadanía estadounidense. Como fuera, lo que se sabe bien es que se llamaba Carlos, que se apellidaba Castaneda; no Castañeda, que sus obras no merecen ni caer en el olvido ni perder prestigio alguno, y que nunca está de más volver a él, como quien vuelve a los libros que movieron el suelo de su juventud con el afán de encontrar el mismo consuelo que en años pasados.

A diferencia de la figura de Jacobo Grinberg, a la que rodea un halo de incertidumbre y de misterio, la de Castaneda es una de aquellas que evoca perpetuidad, originalidad y enjundia descriptiva. Pues, más allá de las formalidades y de las críticas en exceso científicas o ciegas de soberbia que recaen sobre el grueso de su obra, lo que perdura de Castaneda es la gran empresa de haber sabido preservar del paso de los años lo que realmente quería decirnos la manera de ver el mundo de las comunidades yaquis, con lo que abrió para siempre unos horizontes insondables para nosotros, los herederos de Occidente.

Lo de Castaneda es algo sumamente complicado y relegado al talento de unos pocos antropólogos, si nos paramos a pensarlo. Finalmente, me parece que la tarea del antropólogo debería ser conectarse con los criterios del otro y extraer las esencias puras de sus conceptos, prácticas y rituales, para lo cual se necesita una agudeza visual que supere los razonamientos causales y sepa valorar los significados que van más allá de lo racional. Con lo cual, de lo que se trata más bien es de describir y no de explicar las intenciones de las formas místicas de conocimiento que se encuentran veladas para nosotros.

A lo que quiero ir con esta reseña inesperada de un clásico inmortal es a que podemos usar su recepción en las mentes que jamás lo han leído como un indicador de la sensibilidad estética, ética y antropológica de nuestro tiempo. Ese es mi punto. Que, si de alguna manera nos diéramos con que los resultados arrojados tras un censo de lectores vírgenes de Las enseñanzas de Don Juan fuesen, en su mayoría, tendientes a tildarlo de charlatán, de fabulador de quimeras y de pseudocientífico o como un mal antropólogo, es que sucede algo muy serio en los suburbios de nuestra conciencia occidental. Algo, que nos va haciendo cada vez más ciegos y que a su vez, parece no importarnos.

La obra de Castaneda no es ingente, pero tampoco fácil de asimilar. Así que, tras esta breve semblanza de su vida y de su obra que aspira a intrigar lo suficiente al lector como para introducirse en el personaje, digamos que durante las próximas semanas nos ocuparemos de su recepción, sus críticas y la increíble profundidad de significados que se llegan a captar en sus obras si uno sabe leerlas. Lo que, a mi juicio, es algo que va más allá de estar documentado sobre historia de México o sobre botánica, y que más bien, cae en el terreno de saber mirar las cosas de manera correcta.