VIVIR SIN COMILLAS

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Gissele Mosto

Panchito sabe su destino, Panchito le da la suerte,

averigüe su suerte, niña, caballero, hermosa damita

El organillero hacía girar la manivela y la tarde se llenaba de encantadoras notas musicales. Era imposible pasar al lado de aquella colorida y misteriosa caja, en la que –parecía– ¡cabían todas las melodías existentes! sin que el rostro dibujara una sonrisa. En ese momento, la magia, encarnaba en un diminuto mono capuchino que danzaba y aplaudía con alegría, mientras pasaba el sombrero y descubría nuestra fortuna.

¡Panchito lo sabía todo sobre el destino! el fiel compañero del organillero, hurgaba en el cajoncillo de los augurios y de algún modo, sabía qué papelito ofrecer: amarillo, Para un niño; celeste, Para un caballero; rosa Para una señorita; blanco Para una casada… A veces, dudaba. Levantaba un párpado y arrugaba el morrito. ¡Aquella imagen no tenía precio! ¿Lo recuerdas? ¿Acertó contigo? A mi me dijo un par de cosas…

Panchito, no llevaba cadena. Al parecer, no tenía interés en escapar y don Agustín, el organillero, estaba orgulloso de ello: lo encontré cerca de una feria, él es libre y se queda conmigo porque somos amigos, es un artista y también, un travieso. Si te los llegabas a encontrar en sus horas de descanso, podías descubrirlos saboreando golosinas juntos. Don Agustín, jugaba con él, lo acicalaba y consentía como a un hijo.

Aún conservo el boleto que, aquella vez, me regaló Panchito, a quien no volví a ver. El nostálgico sonido de los organitos artesanales, ha sido apabullado por la prisa y novedades de los despoetizados tiempos que corren. Este invento del italiano Giovanni Barberi, que los inmigrantes italianos y alemanes de fines del siglo XIX, trajeron a las américas y popularizaron como parte del singular oficio, se extingue, lento, como un suspiro. Queda, en México, un bastión; por suerte, con simpáticos monos… de peluche.

El antropólogo español, José Sánchez Conesa, explica, sobre las tradiciones perdidas: Antes, la gente de los pueblos tenía pautas a seguir. Su día a día giraba en torno al encuentro entre personas. Y eso, se ha perdido. El progreso y la civilización, pagaron su precio con intimidad –que no cotiza en bolsa–. Los rituales colectivos y tradiciones, dan paso a una cosmovisión individualista, donde la costumbre es reemplazada por el interés personal  –que si cotiza en bolsa y el mercado, promueve–.

La lectura, en la antigüedad, por ejemplo, fue un ritual colectivo. Los libros, eran leídos ante el público. La lectura individual, no era común. Los primeros textos griegos y romanos, se escribieron en Scriptio Continua: SINESPACIOENTREPALABRASTODOENLETRAMAYUSCULAYSINPUNTUACION, algo así. ¿Puedes imaginar lo tedioso que era leer algo en ese entonces?

En el siglo III a.C., encargado de la Biblioteca de Alejandría y, cansado de este tipo de escritura; Aristófanes de Bizancio propuso a los lectores, marcar la entonación de cada frase, con tinta, y facilitar su lectura a viva voz. Las marcas o puntos, se ubicaban arriba, en medio y debajo de cada línea. Otra vez, la popularidad del discurso hablado, sobre la lectura personal, en Grecia y el Imperio Romano, se dejó sentir y la idea encontró poco eco. Sin embargo, la aparición de los primeros cristianos, cambiaría esa visión.

Perseguidos al hablar en público, los cristianos escribían y recopilaban sus textos en libros, para llevar su fe a otros territorios. También utilizaron signos para enumerar ideas en sus párrafos. Tiempo después, durante el siglo VII d.C., el arzobispo Isidoro de Sevilla, modernizó el sistema de puntos de Aristófanes: ¡nacían la coma y el punto final! Con el tiempo, separaron las palabras y se incorporaron los demás signos de puntuación.

Es probable que Aristófanes de Bizancio, se sintiera igual de frustrado que antaño, en una sociedad que hoy, poco quiere leer y mucho, que le lean; de lectores que, privilegian la liviandad de los mensajes masivos, de poca profundidad; en lugar de detener su mirada acuciosa en la noticia o en los libros y, permitir, a la propia inteligencia, rescatar los valores y enseñanzas que consideran más útiles, para el individuo y la colectividad.  De puntuar la vida, porque…

…Sí, la vida se puntúa, como los textos. ¿No abundaron los signos de interrogación, en nuestra niñez?; y al entrar en la adolescencia, ¿acaso no se sucedían las comas, una tras otra, mientras lo probábamos, todo? La juventud, parece estar plagada de signos de exclamación y los puntos suspensivos más enigmáticos… Llegar a la madurez o plenitud de nuestras vidas, debía traernos el goce de un buen punto final, un ¡basta ya! al dolor que nos produce, lo que no podemos controlar; y, sin embargo, nos lanzamos, ¡con qué entrega! a aquella mar de guiones, rayas, paréntesis, corchetes, que es nuestro caótico día a día.

Hace unos días, escuchaba a Jesús Quintero. El periodista criticaba –severamente–, a  aquella gente que presumía de no haber leído un solo libro y, de no importarle nada que exigiera el uso de su inteligencia; deploraba el contenido mediático pensado para gente que no lee, que no entiende y sólo quiere que la diviertan o distraigan con crímenes o chismes y sentenciaba: …el mundo entero se está creando a la medida de esta nueva mayoría, amigos. Todo es superficial, frívolo, elemental, primario… para que ellos puedan entenderlo y digerirlo…

El discurso original de Quintero, tan harto como Aristófanes, es desolador y llama a reflexión. Por fortuna, esto no ha sido escrito en el boleto de la suerte, de ningún organillero y está en nuestras manos, cambiar el curso de la historia. Los signos de puntuación, de nuestra biografía, los ponemos en cada lectura que hacemos de la vida. ¿Y si los usamos todos, en un mismo texto? El tono de nuestros momentos, dependerá de ellos. Y una pausa, para respirar, siempre cae bien. Soy una convencida de que el destino de cada uno, se escribe a cada paso, en el mundo real y sin comillas, y eso me permite tener esperanza.