Amores y desamores presidenciales (II)
Así como lo ven, Benito Juárez, ese hombre austero, vestido siempre de negro, que apenas rebasaba 1.50 metros de estatura, zapoteco puro, el mismísimo Benemérito de las Américas, fue un presidente que amó mucho. En la década de 1830 se casó en primeras nupcias, o al menos se juntó con Juana Rosa Chagoya, con quien tuvo dos hijos: Tereso y Susana; el primero murió en combate durante la Intervención francesa, defendiendo el gobierno de su padre; la segunda tuvo retraso mental y Juárez la recordó en su testamento.
Posteriormente, en 1843 se casó con una de las niñas de la casa en la que sirvieron su hermana Josefa y él mismo décadas antes, la casa del señor Antonio Maza, quien adoptó una niña a la que puso por nombre Margarita Eustaquia Maza Parada. Al parecer, su calidad de expósita hizo que el señor Maza aprobara su matrimonio con un indígena que doblaba su edad (él de 36, ella de 17) y había sido sirviente, aunque para entonces ya era prominente abogado y político en Oaxaca. Desde entonces formaron una de las parejas más conocidas de la historia de México. Margarita no sólo procreó una docena de hijos con Benito, también aguantó sus aventuras y desventuras políticas, desde su destierro en Nueva Orleans, el regreso al país, el cambio de residencia a la ciudad de México, así como las odiseas del ya presidente por la geografía nacional durante la Guerra de Reforma y la Intervención francesa.
Durante el Segundo Imperio, Margarita se refugió en Nueva York mientras Benito huía de los invasores, hasta que en 1867 pudo volver con él para vivir en Palacio Nacional. En el camino perdieron a la mitad de sus hijos, pero realmente Margarita lo amaba y su amor fue correspondido. Su corazón aguantó todo, pero su cuerpo no: el trajín, el estrés y el sufrimiento minaron su salud y murió de cáncer en enero de 1871. Juárez viviría un año y medio más. Dicen las malas lenguas que Benito tuvo una hija fuera de matrimonio, cuando aún vivía Margarita; habría sido en Chihuahua en 1865, durante su gobierno itinerante. Habría tenido otros dos con una señora que, dicen, tuvo viviendo en una casa al lado de Palacio Nacional, mientras Margarita agonizaba. Lo cierto es que Juárez ha sido tal vez el presidente más prolífico de nuestra historia.
El llamado Héroe del 2 de Abril, Porfirio Díaz, también fue muy enamoradizo. Durante la Revolución de Ayutla, Guerra de Reforma e Intervención francesa, se le achacan amores con Petronia Esteva, Justa Saavedra, Rafaela Quiñones y Juana Catarina Romero. Esta última era una poderosa indígena del Istmo de Tehuantepec a la que se ha llamado la verdadera Doña Porfiria (aunque una historiadora ha desmentido este amorío, pues no ha encontrado pruebas contundentes del mismo). En 1867, nació su primera hija: Amada, producto de su aventura con Rafaela Quiñones, originaria de Huamuxtitlán, Guerrero. Amadita sería su hija preferida, aunque sólo pudo hacer que su madre se la entregara en 1879, cuando ya era presidente y la niña tenía 12 años.
Al hacerle la guerra a los franceses, en sus ires y venires por Oaxaca, Porfirio se encontró con que su sobrinita Delfina ya era mujercita e irremediablemente quedó prendado de ella. La enamoró con cartas y ella cayó rendida. Mientras él se alistaba a quitarle Puebla a los imperialistas entre marzo y abril de 1867 (y al mismo tiempo que nacía su hija Amadita), Díaz mandó un enviado a casarse por poder con Fina. Así comenzó su historia de trece años, aunque fue una historia tormentosa. Al igual que Margarita, Delfina debió soportar las aventuras y desventuras políticas de su marido que, como actor político relevante se la pasó entre Oaxaca y la ciudad de México, y cuando se rebeló contra Juárez (Plan de La Noria) y Lerdo (Plan de Tuxtepec), contuvo el Jesús en la boca pues aquél andaba a salto de mata por todo el país. Sus primeros tres hijos murieron, pensaron que por un castigo divino por haberse casado entre parientes carnales. Luego, en Tlacotalpan, Veracruz, nacieron los únicos hijos que sobrevivieron: Porfirito y Luz. Tendrían otros tres críos que también murieron ya siendo presidente Porfirio en su primer periodo (1877-1880).
Aquí tiene lugar una historia estremecedora. La última cría murió a las 24 horas de nacida pero dejó muy débil y enferma a Fina, por lo que recomendaron a Porfirio allegarle los Santos Óleos. Sin embargo, debido a que durante las guerras Porfirio había sido un rabioso liberal y había jurado la Constitución de 1857, no estaban casados por la iglesia, sólo por el civil. Como Delfina moría, el presidente solicitó al arzobispo de la ciudad de México que los casara. Por supuesto la condición que impuso Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos fue que se declarara católico y abjurara de la Constitución hereje. Su amor por Delfina lo llevó a olvidarse de su férreo liberalismo y obedeció en todo al prelado que los casó y así ella pudo morir en paz el 8 de abril de 1880.
Poco después, el héroe de Tuxtepec, congruente con su bandera de guerra de la no reelección, dejó el poder a su compadre Manuel González (1880-1884). Éste se había casado en 1860 con la señorita Laura Mantecón Arteaga, él de 27, ella de 15 años. Tuvieron dos hijos al tiempo que Francia invadía México. Sin embargo, él siempre tuvo un comportamiento licencioso, disoluto, vicioso, libertino y hasta depravado. Dicen que durante su encargo, Palacio Nacional se convirtió en un auténtico burdel; que mandó traer de Europa expertas en artes amatorias, dos francesas y una circasiana (de Rusia), a las cuales llevó a vivir a su Hacienda de Chapingo (por ello en la hoy Universidad agrícola la fuente principal se llama de las circasianas). Y a su esposa, en vez de amarla, la engañó, humilló y maltrató, provocándole incluso alguna vez un aborto.
Entonces, Laura hizo lo impensable para una señorita decente de la época: dejó al marido e ¡interpuso una demanda de divorcio! Esto fue años antes de que González accediera al poder, por lo que es el único presidente que llega teniendo la calidad de abandonado. Por supuesto utiliza todo su poder para evitar el divorcio, incluso reforma el Código Civil a su favor, dejando a su esposa prácticamente en la calle, despojándola de todo, incluso de sus hijos.
Regresando a Porfirio Díaz, éste enviudó siendo presidente (como antes había enviudado el presidente Valentín Canalizo). Pero un político de su talla no podía permanecer sólo por mucho tiempo. Al año siguiente se casó con Carmen Romero Rubio, hija del político lerdista Manuel Romero Rubio, por lo que muchos ven en este matrimonio una alianza política más que una historia de amor. El viejo Porfirio tenía ya 51 cuando Carmelita apenas tenía 17 años.
Conoció a la criatura en una fiesta de la Embajada Norteamericana, en la cual acordaron que ella le enseñaría a hablar inglés. Durante las clases Porfirio se fue enamorando, por lo que, fiel a su costumbre, la comenzó a cortejar con cartas de amor. Sin más, Díaz y Romero Rubio arreglaron el casorio sin el acuerdo de Carmelita, quien al parecer estaba enamorada de un militar joven y apuesto. No obstante, la inteligencia de la criatura la llevó a entender la importancia del enlace, que simbolizaba los nuevos aires que soplaban en el país, y con el tiempo llegó a ser esposa ejemplar de quien se convertiría en el dictador Porfiriopochtli (según la prensa crítica de la época). Se dice también que, aunque obedeció a su padre y llegó a querer a Porfirio, Carmelita nunca dejó que éste se acercara a su lecho, por lo que habría muerto virgen e intacta.
Cabe señalar que un par de meses luego de la muerte de Delfina y antes de casarse con Carmelita, Porfirio concibió otro hijo de nombre Federico Ramos con Francisca Ramírez, con la que incluso llegó a vivir en una casa de Tlalpan y quien probablemente murió en el parto. El tataranieto y biógrafo de Díaz, Carlos Tello, dice que a pesar de todo Porfirio no fue un don Juan aunque, a la vista de las circunstancias, podemos dudarlo. En cualquier caso, Porfirio tuvo vía libre para casarse con Carmelita con quien, como sabemos, ya no tuvo descendencia. Ella fue su primera dama durante 27 años y su último amor, hasta su muerte en París en 1915. Carmelita vivió 29 años más, siempre guardando