Colapso íntimo del ser mismo
Una vez me dijeron que hacía del dolor una forma de amar. Desde entonces, no he dejado de pensar si el dolor puede ser algo más que síntoma. ¿Puede volverse una forma de saber? ¿Una epistemología íntima, silenciosa, que no busca verdades universales, sino verdades vividas?
He sostenido una conversación continua conmigo misma, como quien vuelve al mismo punto, no por costumbre, sino porque aún no termina de entenderse.
En primera instancia me quedé quieta, después lo pensé, lo escribí y lo llené de palabras que me protegieran de lo que dolía, porque lo supe certero y lo vestí de profundidad, lo volví mío.
De alguna forma no se trataba sólo de sentir, se trataba de defender eso que sentía, como si doler fuera un mérito. Como si haberlo pensado todo, justificara que siguiera haciéndome daño. Intelectualicé el sufrimiento para que no se notara que, en el fondo, tenía miedo de estar bien, porque estar bien no me calaba tanto. No tenía drama, no tenía espinas. Y entonces, ¿quién sería yo sin eso?
Aprendí a mirar mi tristeza con respeto, aprendí a amarla y aprendí a disfrazarla de verdad, me convencí de que todo lo que dolía era auténtico, y todo lo que no dolía era superficial pues bueno no merecía la atención. Orbité así, con la tristeza como centro de gravedad emocional y poética. La melancolía, la incomodidad, el enojo: todos eran lugares donde la palabra se afilaba, como si el dolor produjera una lucidez que la calma no podía dar. No porque no sepa amar lo bueno, sino porque aprendí sola a sobrevivir nombrando lo que dolía y eso se volvió parte de mí identidad.
Pero no todo tiene que cambiar, no todo tiene que curarse. Muchas veces una se queda y te digo, no por debilidad, sino por respeto. Se queda en el dolor, en el pensamiento insistente, en esa herida vieja que sigue pidiendo ser dicha, no por costumbre, sino porque aún no se ha escrito todo –y tal vez jamás se hará–.
A veces el cuerpo reacciona antes que una, y lo llaman secuestro de la amígdala, y no hace falta ser neurocientífica para entenderlo: es esa sensación de estar tomada por dentro, como si el miedo te respondiera más rápido que la voz, a mí me pasa frente al conflicto, me congelo, me callo y cargo. Como si fuera más fácil asumir la herida que confrontarla, cómo si mereciera más el dolor que la defensa. ¿Cuántos hemos sentido esto?
He sido educada en el catolicismo, en la feminidad, en la escritura. Lenguajes distintos, pero con una raíz común: la obediencia, la interiorización de la culpa como brújula moral. Pero no quiero permitir que ese bagaje me domine, tampoco quiero seguir siendo leal a lo que me enseñaron sobre el sacrificio y no quiero hacer del dolor una identidad que me domina y me estira, sino la respuesta dicha, compuesta, hecha. Quiero ser la respuesta lúcida. Es decir, evitar que se vuelva estructura de poder dentro de mí, seguir sabiendo que duele, pero sin hacer del dolor una razón sagrada, incluso, escribir desde ahí, pero sin convertirme en eso.
Aún así no puedo evitar preguntarme si eso también tiene que ver con una manera muy contemporánea de observarse, una palabra que a mí, sinceramente, me incomoda un poco: autoconciencia, ¡que extendida!, qué palabra rara, tan técnica y tan emocional al mismo tiempo. ¿Es libertad mirarse tanto, o nada más otra forma de prisión?
Qué abismo hay entre saberse y usarse, no se trata de sentir, sino de saberse percibida incluso por una misma. Pero en ese juego de espejos hay una escisión: la que piensa y la que vive ya no siempre coinciden.
En esta lógica, ser se vuelve un ejercicio táctico, pensar(se) se vuelve casi una vigilancia y escribir (incluso lo íntimo), no siempre es un acto de libertad, sino una forma de guión. ¿No es esa, acaso, una versión posmoderna de la alienación? ¿Es eso libertad? ¿O es una prisión disfrazada de lucidez?
Está palabra se celebra en mi generación como poder creativo, que nos permite construir identidades lúcidas, performativas, casi tácticas. Un ejemplo, dominar el cringe se vuelve un gesto de resistencia estética, porque si puedo reírme de mí antes que tú, entonces gano. Pero a veces me pregunto, ¿Quién gana, en realidad? ¿Quién queda, cuando toda reacción está guionada, cuando todo gesto es reflejo de una imagen ya calculada?
Vivimos cada vez más narrados, mirados, pensados. La espontaneidad no desaparece, pero se nos escapa y entonces, incluso lo más íntimo cómo el deseo, el amor, la entrega se contamina de sospecha.
No porque ya no amemos, sino porque dudamos de nuestra forma de hacerlo y aprendimos a ponerle filtros a todo, incluso al sentir, nos hemos vuelto tan lúcidos que a veces no sabemos si seguimos siendo capaces de vivir sin guión.
Tal vez por eso nos cuesta tanto enamorarnos, o tal vez por eso nos enamoramos tan fácil, como un reflejo automático, una forma urgente de convencernos de que aún podemos sentir algo no mediado. Amamos rápido porque queremos verdad y nos desilusionamos igual de rápido porque la sospecha nos habita, porque lo espontáneo escasea y ya no sabemos si lo que mostramos de nosotros es real, o simplemente lo que aprendimos a decir para parecernos a lo que deberíamos ser, porque nos cuesta encontrar una verdad consciente en nuestros discursos de presentación. Necesitamos que algo nos devuelva la certeza de lo no mediado, de lo que no ha sido ensayado y el amor, en su mejor forma, todavía promete eso, ser una grieta en el guión.
Entonces aparece la pregunta, no sobre el amor, sino sobre la posibilidad misma de vivir algo sin tener que traducirlo al instante.
¿Podré volver a sentir sin tener que pensarme mientras siento? ¿Existe la experiencia plena, si una está siempre mediando lo vivido con la voz interna que lo interpreta?
Quizá lo que llamamos intensidad no es más que el acontecimiento puro antes del juicio. No es el exceso, es la ausencia de sospecha. Pero creo que lo que en realidad queremos saber es si podremos volver a amar sin tener que pensar tanto en ello, sin observarnos mientras amamos, sin escribir el amor mientras ocurre, sin sabernos amando.
Como si la intensidad estuviera en no detenerse a nombrarla, sino en simplemente habitarla.
Quizá la intensidad, esa que sentimos tanto, no se pierda con los años, sino con la conciencia excesiva de una misma, en esa distancia entre quien siente y quien se analiza.
Y entonces la pregunta cambia:
¿Podré volver a amar sin guión?
¿Podremos dejarnos de traducirnos? La búsqueda del amor es, a fin de cuentas es una búsqueda de la espontaneidad.
Y mientras escribo, algo cambia, pensando por semanas sobre esto, me iba dejando de importar lo que se veía sobre mí.
Oh no. Este texto se ha vuelto terapéutico. Quemen mi columna.
O quizás, sólo quizás, haya entendido un poco más mí ser.
Dejo de ser autoconsciente para ser simplemente consciente.
La regla me ha bajado antes de tiempo por estrés, me duele, me deja cansada, sin poder caminar o caminando con la espalda toda curvada, frágil. Estoy doblada en la cama y me pregunto: ¿cómo estará soportando este mismo dolor una mujer gazatí, sin analgésicos, sin comida, sin productos de higiene, en medio de un genocidio? No lo pienso para enaltecer mi privilegio, sino porque me duele de verdad. Porque mi dolor no cancela el de otras, pero tampoco lo olvida. Pienso en ellas mientras me duelo a mí, y no por moralismo, sino porque el mundo duele en muchas lenguas, y escribir –incluso desde el yo– puede ser una forma de traducir ese eco, una forma de no olvidarlas.
¿Y cómo dejar de mirarnos el ombligo sin olvidarnos de luchar por lo que aún no tenemos? ¿Cómo hacer espacio para los otros dolores sin minimizar los propios?
Aún cargándome la cabeza diariamente, no tengo respuestas y esperanza de tenerlas, tampoco tengo. Pero quiero dejar constancia, aquí dejo muchas de mis preguntas, porque este es el único espacio donde tengo un poco de voz.
Y eso ya es un privilegio, el poder escribir frustrada, poder dolerme por amor y propio, poder sangrar con tiempo para descansar, poder escuchar y poseer un espacio musical.
Ojalá todos tuviéramos el derecho de supurar las heridas del corazón como quien supura una fiebre.
Una escritura y una existencia conscientes no deberían herir a nadie. No si nacen del intento honesto de mirar, de sentir, de comprender, no es un producto acabado, ni un perfil visible.
Es un proceso lento, contradictorio, a veces doloroso, en el que el pensamiento se reconoce como parte del cuerpo.
Pensar no es elevarse: es hundirse con los ojos abiertos, y escribir desde ahí es una forma de estar en el mundo sin renunciar a uno mismo. Todas las luchas se tocan y todo dolor que se nombra, deja de ser nada más herida para volverse lenguaje y todo lenguaje que arde pero no consume, es un fuego digno de ser compartido. Quizá escribir sea la manera más noble de dejar de traducirme y de hablar, al fin, en el idioma exacto de mi ser.