Del Perú y su desgobierno

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Recientemente, todas las esperanzas de mi patria, Perú, han quedado burladas y su prosperidad se ha tornado incógnita en la espada del desgobierno. Esta vez, quiero referirme a ella con el cierto desdén de la primera persona, visto que nada disgusta tanto al espíritu de mi estilo como la crónica de nombres, fechas y datos. Quienes son capaces de cumplirla –honradamente– realmente me parecen  verdaderos lidiadores de todos los problemas que presenta escribir bien. Pero, al no ser mi caso, pienso que exponer meditaciones sobre lo que le pasa a mi Perú, de igual manera puede dar luces sobre sobre él, pues los países, además de tener instituciones, leyes y estamentos, también tienen espíritu; y nada me complacería tanto en estos momentos como acertar refiriéndome a su estado actual.

El concepto espíritu, de por sí, tiene una dignidad ontológica sin precedentes. Son innumerables las cosas que pueden pensarse bajo su potencia conceptual. Y lo mejor: una vez aplicado, adquiere tintas de universalidad en aquello que anuncia. Se engloba bajo él lo cuantitativo y lo cualitativo del momento, y deja un testimonio único de cada tiempo una vez congelado en la historia. Dichos testimonios, de haber acertado en el diagnóstico dado, terminan por ser una fuente histórica para el pensamiento de la que nutrirse en él a futuro. Y por lo mismo, un camino que servirá para quien desee emprender la tarea de reconstruir para entender.

En ese sentido entendí el término en mis columnas Óleo de la universidad peruana, Amando ayer, amando hoy y Los estrategas del espíritu. Bajo dicha batuta también fueron escritos los que tratan del Perú y su racismo, llamadas Perú: 201 años de lastre, La senda del excluido, y Las castas al diván. Y con la voluntad puesta nuevamente en aquella manera de enfrontar la realidad, quiero volver a referirme a lo que vive ahora mismo mi país, en un ejercicio de recoger lo expuesto tiempo atrás, haciéndolo redundar de actualidad.

Pasa, pues, que lo que puede verse actualmente en el Perú es el resultado de mantener deudas con lo bien hecho y con la honradez: un menester con carácter de peaje, que la historia y el progreso exigen indiscriminadamente para poder evolucionar o ser recordadas favorablemente. Ante esto, los males sociológicos  más explícitos de los que adolece el Perú, –la podredumbre de las instituciones y de las organizaciones– se hacen también culpables, todo hay que decirlo. Pero resulta, que nadie puede deberle a la coherencia haber tenido siete presidentes en seis años cuando pasar de dos ya era de por sí vergonzoso, porque todo gran deudor de la historia, termina conociendo a una entidad que cobra sin saña, pero con noble inclemencia. 

Hoy, además, vemos un desacuerdo sin fondo, que se explicita a los adentros de cada estrato en el que los tipos de personas del Perú se ordenan. Al margen de condiciones o tendencias económicas, los gremios y grupos de Perú no están de acuerdo en nada. Todas tienen un prejuicio de resentimiento que les impide homogeneizarse y encaminar al país hacia una democracia fiel y uniformemente representativa –aún sin ser la mejor de las opciones–. En el Perú, se vota  multitudinariamente en desacuerdo y con una resignación dolorosísima para los hombres y las mujeres de memoria histórica. Ante esto, lo que ha ensayado el país en su interior ha sido describirse a imagen y medida de la conveniencia de cada uno. Pero ocurre, que, al margen de intenciones económicas, políticas o religiosas, dibujar un País distinto en el inconsciente colectivo de cada estrato social, da por resultado un paisaje desproporcionado. Que, desde lejos y a vista de águila, se torna en un lienzo sucio y desordenado, tan indeleble como el óleo y tan obligado a reescribirse como la novela que va por mal camino.

Ya poco más me queda decir, además de que en mi país ninguna facción política quiere aceptar el destino que la historia ya tiene escogido para él. Que se escuchan, tenues, pero se escuchan notas de desazón y de confirmación del advenimiento de tiempos recios. Que ya hablar de fallecidos no tiene sentido, porque el curso natural de haber llegado a estos extremos pronto sumirá a tan grave asunto en la normalidad. Que el reclamo furibundo y apasionado a la autoridad o al gobierno se hace necesario, pero progresivamente absurdo en sus pretensiones, todas ellas de cambios instantáneos y radicales. Que sólo resulta factible aceptar el lugar actual, el futuro inevitable hacia el que el país está embarcado. El lugar que ya tiene ganado en la historia. Y sobre todo, que durante dicho proceso de aceptación, los peruanos nos mantengamos aferrados a todas esas notas únicas y bellas que tiene el país en sus adentros, que son universalmente reconocidas, que siempre supondrán una prolongación de sentido.