Devotos de la ciencia

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La semana pasada, en este mismo espacio, habíamos establecido las limitaciones y dificultades para el ideario colectivo de tener una devoción férrea –y en algunos casos insulsa– en la razón científica, como forma última de explicar el mundo y su funcionamiento. Sobre esto, se había dicho que nada de malo tenía esta posición respetable, más allá de cualquier crítica que se le pudiese hacer en cuanto a sus alcances. También se había dicho que, el principal problema de esta posición, es que se manifiesta a través de un fenómeno de masas que Ortega y Gasset llamó El imperialismo de las ciencias. Que por lo mismo, teníamos una sociedad, en su mayoría, repleta de individuos que preferían ver científicamente al mundo por su exactitud, practicidad y objetividad sin tener la más mínima idea de los fundamentos formales que vertebran lo que admiran. Y, que, todo esto conducía a la pregunta ¿qué sucede o por qué hoy en día se admira más a Hawking que a Cervantes?

En el fondo, la respuesta tampoco es demasiado compleja: se admira la exactitud y eficacia con la que los científicos dan respuesta a sus preguntas, porque no se tiene capacidad para profundizar ni interpretar. Pero, ¿eso no es, acaso, lo que llevan haciendo las ciencias desde que existen? Por eso que dicha objetividad deslumbre, embriague al individuo no especialmente cualificado, es algo normal; porque se está descubriendo y entendiendo algo, de por sí, genial. Sin embargo, esta dicha intelectual trae consigo un germen peligroso: el no saber cuestionar el conocimiento científico y no poder ver sus limitaciones. Lo que conlleva, en la mayoría de los casos, a estar obnubilado ante un mundo que, se quiera o no, es infinitamente más complejo que una teoría biológica o física.

Así, es como nacen quienes podríamos llamar devotos de la ciencia. Gente que ven en el conocimiento científico una autoridad que debe de obedecerse sin resistencia y con total confianza para no caer en las insulsas divagaciones filosóficas o literarias. Personas a las que siempre les veremos el yo creo en la ciencia en la boca. A las que observaremos desdeñar las figuras y fenómenos religiosos para no temer al vacío personal que deja el abandonar la fe. A las que veremos anteponer ideas neurocientíficas a problemas de la conducta humana, a dilemas éticos o hasta a asuntos como el derecho o la justicia. Individuos, en suma, casi siempre incapaces de darse cuenta del error de método que cometen con cada idea que profesan. Y sobre todo, ajenos a la dicha de entender que el objeto de las ciencias sociales y de las ciencias del hombre, es incomparablemente más complejo que cualquier modalidad de onda o partícula, que este es, en última instancia, la evolución de sociedades y naciones, un campo donde factores sociales, políticos, jurídicos y económicos se combinan hasta integrar lo real por excelencia, cuyos fenómenos no derivan de acuerdo o decreto, y revelan ser resultados no pretendidos del devenir histórico, como apuntó de manera brillante Antonio Escohotado en el prólogo a su último texto Hitos del sentido.

Y es que, nada de malo tiene aficionarse a las ciencias o introducirse en la divulgación. Todo lo contrario, una sociedad en la que abunde un espíritu crítico y libre de marasmos intelectuales siempre será más deseable, los populismos políticos o la educación represiva, por nombrar algunos, felizmente serían fenómenos escasos, y las preocupaciones de las personas serían mucho más trascendentes y menos triviales, no cabe duda. Los asuntos de fondo son, por tanto, que una sociedad llena de devotos de la ciencia es en el fondo otra sociedad de masas, y que a ese tipo de sociedad siempre le sigue un divorcio y un olvido total con los saberes sociales, con los saberes del hombre y con el arte. A lo que cabe preguntarnos, ¿es esto deseable?