El duelo
En las buenas y en las malas eran inseparables. Ellos sí que eran cuates desde la primaria y se unieron más cuando José Luis quedó huérfano: el dar a muerte más que a luz, su madre murió y luego a su padre lo mataron, según, en un duelo, un fulano un tal mentado zopilote. Y Cenobio y su familia lo recibieron y el par de cuates –casi hermanos– fueron inseparables.
Ya tiene 20 años y Pepe Luis piensa en casarse.
– ¿Y cómo la ves Cenobio?
– ¿Bien? ¿No?
Un día soleado echaban chutazos en la única cancha empastada del pueblo, cuando un corre ve y dile les amargó el rato:
– ¡Regresó al pueblo el Zopilote y en la cantina estaba buscando bronca!
– ¡Puta madre! Exclamó Cenobio, sabiendo que Pepe Luis había guardado tanta
cólera que a lo mejor pá allá iba. Y el chismoso le puso la cereza al pastel.
– Y dice: –ya está medio pedo– que viene a pelarle los dientes en el panteón a los tres pendejos que mató aquí.
Desde chavito José Luis, con pistola prestada le atinaba a las latas de Tecate que le ponían, pensando tal vez que algún día le tocarla vivir lo de su padre y a él la verdá, no lo madrugarían.
– ¡No me queda otra!
– ¡¿Qué?! Cenobio no lo creía. No me digas que vas…
– ¡Sí, te digo! ¿Me acompañas?
– No mames. Ese güey no pierde una. Es un pinche gallo muy jugado.
– Me vale madres. Se vino a burlar de mi jefe. Y se metió a la casa por la pistola.
En el pueblo la voz corre: Que el Zopilote se vino a chingar a los coyones que le salgan. Que si quedan valientes pus ora que ahí está pá lo que quieran mandar.
Salió José Luis como remedo de pistolero del viejo oeste.
– ¿¡Va en serio!? ¡no chingues!
– ¿Vas o no?
Y camino a la cantina Cenobio ya no habla. De las casuchas como que salen ojos, que como que ya sabían que al chavo no le quedaba de otra.
Cierto, Cenobio sabía de la puntería de su casi brother, pero este pinche Zopilote era un peso pesadísimo.
Entraron al cantinón. La sinfonola tocaba a todo volumen Un puño de tierra con Antonio Aguilar y uno de los tres gañanes que estaban con el Zopilote le indicó que el chavo que acababa de entrar era el hijo del difunto José Luis Mercado y a éste le relampaguearon los ojos medio bizcos y tentando su fusca alzó la voz:
– Primero me comí un gallo y ora me toca el pollito.
José Luis y Cenobio tragando saliva llegaron a la barra y como toritos buscando la puerta de toriles, se acurrucaron en el extremo junto a la tabla que se levanta para pasar a territorio de servicio.
… Solo nos llevamos un puño de tierra. Acabó la canción.
– ¡Huelo a muertito! El Zopi graznó
– ¡Aquí estoy cabrón! ¡Chinga tu madre!
Después de la mentada, José Luis le lanzó una fiera mirada de mal contenido odio.
La cantina guardó fúnebre silencio. Cenobio viendo al cielo pensó, se lo va a chingar. Y al ver al cielo, los focos lo alumbraron:
– Bajar el swicht, y que todo quede a oscuras
– ¡Orale muchachito cabrón! ¡Saque la fusca si no me lo echo como a un perro!
Fueron como treinta segundos de tensión que aprovecharon los de las mesas vecinas para cambiarse de lugar.
En eso ¡paffi!, se fue la luz y hasta la sinfonola dejó de relampaguear colores.
De luego, clin, pus pan, sonaron tres balazos.
– ¡Suban el Suich! Urgió el gordo español dueño de la cantina. Alguien le hizo caso y ¡Oh!, tirado en un charco de sangre estaba el ZopiIote, la sinfonola solita lanzó a los cuatro vientos Cuando dos almas se quieren, por más… A los parroquianos se les bajó el pedo y José Luis, atrás de la tabla que daba a los pomos; se irguió sin haber sacado la pistola de la funda.
– ¡Qué pasó! En el centro de la frente del Gavilán de un hoyito no dejaba de manar sangre.
– ¿¡Quien fue!? De los briagos que quedaban, pues no, ni arman tenían… seguro que los que fueron ya se fueron y el chavo, ¿Cómo? La fusca todavía estaba en la funda y no tuvo tiempo de montar en su caballo.
Un ranchero sentenció:
– ¡Este cabrón ya debía algunas! El que se lo echó… seguro, era uno desos.
Llegó la autoridad y el panzón español defendió su cantina:
– ¡El que fue, pus ya se fue!
– ¡SáquenIo, ¿a quién?, pus al cadáver, pendejos y llévenlo a la comandancia! Ordenó el comisario.
– ¿No van a tomar algo para el susto? El cantinero conminó a los asustados chavos.
– Pos, pos una cheve.
Y al rato medio alegritos, cruzando el maizal, José Luis le sacó la verdad a Cenobio.
–¿Güey… tu bajaste el swich?
– A güevo. Ora sí que se hizo la luz, ¿no?
– Que cabrón. Y poniéndole el brazo en el hombro lo invitó: Mañana yo pago el billarcito.
– Y yo las tortas.
Y la noche fue desapareciendo al par de cuates.