El nacimiento de un Mosquito

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Alfonso Sánchez García, el Profesor Mosquito, mi padre, nació en la Villa de Calimaya de Díaz González el 15 de enero de 1927. Entonces el presidente era Plutarco Elías Calles y gobernaba el estado Carlos Riva Palacio. En el país comenzaba una incipiente modernización luego de terminada la etapa armada de la Revolución. Pero desde 1926 el Centro, el Bajío y el Occidente se habían vuelto a incendiar con la Cristiada, que no fue cualquier cosa.

 

En Calimaya, el presidente municipal era un tal Eliseo Jardón y, según registra la Monografía municipal (IMC/Amecrom, 1999), en 1928 hubo una terrible epidemia de gripe que causó tanta muerte que hubo ocasiones en que al abrir la puerta de las casas se encontraba a los habitantes muertos en el suelo.

 

Pero el Profesor Mosquito tuvo suerte pues, según su propio dicho, él habría vivido menos de un año en Calimaya y, siendo un bebé aún, se habría venido a vivir a Toluca con su familia, precisamente al barrio de San Juan Chiquito, en una casa ubicada entre las hoy calles de Sor Juana y Santos Degollado.

 

Dejemos que él mismo cuente las condiciones en que tuvo lugar su nacimiento, mismas que describe en el Plumaje del Mosco. Apuntes autobiográficos (debo advertir a quien tenga la piel muy delgada que el Mosquito utiliza frases y expresiones que hoy se consideran discriminatorias y sexistas):

 

Nací en 1927, en Calimaya y en un rincón. Por lo menos eso se desprende del hecho confesado por mi padre de que a las cuatro de la madrugada fue por la rinconera que habría de llevar adelante el vulgar trámite de jalarme al mundo. La primera luz que vi fue la de algunas velas de sebo y no he vuelto a ver, sin anteojos, mucho más que esa.

 

En esa época, cuando la mujer empezaba a sentir los rigores de la maldición adánica, había movilización general de viejas y corredero de escuincles hasta en el último rincón de la casa, ya que según las versiones oficiales los niños seguían siendo producto de la casualidad y, alguna que otra vez, del Espíritu Santo. Era común entre la burguesía rural que el hombre ensillara los caballos, apercibiera el bugui, la tartana, la carretela o el simple carretón (algunos ya tenían incluso fortingos) para correr en busca de la comadrona, a la que de entrada se prodigaban las más grandes atenciones, aunque también se le exigían las mayores premuras. Sólo las vírgenes conciben sin hombre y paren sin partera, decía orgullosa doña Chana.

 

Por cierto que la delicada operación de cosechar infantes solía realizarse en aquellos tiempos única y exclusivamente por cuenta de amodorradas viejas, ya que no era concebible que el curtido y celoso macho mexicano permitiera que otro varón, por más hijo de Hipócrates que fuera, le viese las nalgas a su señora, ¡nunca, primero muerto antes que propiciar esa clase de striptease! En aquellas viejas casonas pueblerinas, de largos corredores enmacetados y recámaras continuas en infinita recta, que algunos abuelos recorrían en triciclo para inspeccionar a su prole, las camas ocupan los ángulos oscuros, por lo que el nombre de la entrometida sacaniños había degenerado también en rinconera.

 

Así, rinconera, además de comadrona o incluso matrona, algo inexplicable desde el punto de vista de que los griegos más bien llamaban así a la mujer que los producía en abundancia y no a la que los hacía apearse en el mundo. Lo de comadrona se entiende porque, en aquellos días de cero asepsia, muchos infantes sólo rozaban el planeta por la tangente y, antes de que se fueran, la mujer procedía a bautizarlos en plan emergente a fin de que al menos se fueran al limbo y no al Diablo. Así resultaba que después de algunos frustráneos alumbramientos, la mujer venía a ser madrina de innumerables abortos. Las parteras tenían como santo patrono a San Ramón Nonato.

 

Otra cosa es que en Calimaya se imponía la costumbre pésima de menospreciar bíblicamente al sexo débil, porque si la comadrona lograba traer a escena a un varoncito, además de ir por su muy apreciable (en esos momentos) persona, a caballo, en carruaje o en automóvil, se le pagaban tres pesos plata, se le invitaba el más opíparo desayuno, almuerzo o cena (según la hora del ginecológico incidente), se le servía un gran vaso de aguardiente, catalán, ron jamaiquino y hasta coñac, su buen puro habano y se le regresaba a casita otra vez en el semoviente familiar.

 

¡Ah, pero si era hembra, entonces sólo se le liquidaba a razón de un peso en moneda de cobre, sin comida, ni aguardiente ni puro, con una buena patada en el lugar al que han correspondido siempre las patadas posteriores, y tenía que hacer el trayecto hasta su domicilio a pie, así estuviese escampado o con lluvia, nieve, ventisca o salteadores de caminos!

 

Me consuelo pensando que, por lo menos en el momento de nacer, doña Chana debe haber pegado un brinco de gusto y que me aplicó con cierto cariño, cuidado y comedimiento el nalgadón que se les suministra a los sí natos a fin de que jalen la primera bocanada de aire y suelten el primer berrido. Es tradición oral que ese golpe, para las niñas, era realmente de gracia. Algunas no lo resistieron. A otras, en cambio, les procuró muy buenas caderas.

 

Como podemos observar, el Profesor Mosquito convierte el relato en un tratado completo de las prácticas natalicias de la época y, sobre todo, de las parteras, comadronas o rinconeras, cuyas prácticas vernáculas se están rescatando en nuestros días. El Mosco termina su narración haciendo notar el privilegio que tuvo su generación al haber atestiguado grandes transformaciones del mundo:

 

Debo advertir que para los nacidos en los alegres veinte es el excepcional privilegio de haber atravesado por tres eras históricas: pasamos de las edad de las cavernas iluminadas con sebo, a la Era Atómica que se abrillantó con los mortales estallidos de Uranio, y a la mismísima Era Espacial con su presuntuosa Guerra de las Galaxias. ¿Qué otra generación ha visto cosa semejante? ¿Qué otra generación nació cuando los hombres se agarran decentemente a los balazos y llegó a su senectud en el momento en que se empezaban a tatemar con rayos laser? ¡Ninguna!

 

No quise dejar pasar un recuerdo por los 93 años de mi padre, que se cumplen en este mes de enero. Para conocer otras historias entretenidas, con el estilo único e inconfundible de Alfonso Sánchez García, lean el Plumaje del Mosco.